domingo, septiembre 21, 2008

El Chico Molina, ese duende silencioso


Al Chico Molina Ventura/
inédito hasta la sepultura/
confesándose en el Vaticano/
de ser autor del Mito de Chile/

Él, más Lobo Estepario
que Herman Hesse.
Del libro Los Poetas de Chile
Rolando Gabrielli
¿Alguien conoce mejor al Chico Molina que las sombras de la noche santiaguina o el silencio de las páginas que nunca escribió? Icono de la bohemia, mito imborrable de nuestros días, caballero-un Dandy- de la poesía. Vaya tiempos a mediados de los sesenta y principio de los setentas, Santiago del Nuevo extremo, caería en su más larga noche. Después supe, que el Chico Molina sobreviviría a esos embates del circo romano y alcanzaría la nada despreciable barrera de los 80. Cuenta la historia escrita en las voces de los bares de Santiago y de la Sociedad de Escritores de Chile (SECH), recogida recientemente por el escritor y miembro de la Real Academa de la Lengua de Chile, Premio Nacional de Literatura, Alfonso Calderón, que este fabuloso personaje de fábula, escribió solo dos poemas en su vida. Uno sobre la Guerra Civil Española y otro en homenaje al poeta chileno Juvencio Valle.
Calderón hace justicia a este mito de la literaura, fantasìa, de la bohemia, poesía, un juglar de todas las noches erigido en su propio vuelo, caído como un ángel que cada día abría una puerta, una ventana distinta para la imaginería de su palabra. Venturas y desventuras del Chico Molina, es el título que lanzará proximamente Alfonso Calderón, en homenaje a este mago con circo propio. Dice el propio autor, que abre el grifo para que el Chico Molina hable, relate sus venturas y desventuras, como las contaba en tiempo real.
Tuve la suerte de conocer, compartir, escuchar al Chico Molina en su propio escenario real, el mundo de su ficción, con amigos como Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, Efraín Barquero, la colorina Stella Díaz Varin y esos personajes que descendían al sótano de la SECH o en los lugares màs inesperados de las tertulias literarias. Ahí dictaba, gesticulaba su inocente, improvisada y profunda cátedra del conocimiento, de las lecturas que devoraba como un condenado a muerte. Siempre impecable, con corbata, su barba cana ordenada, manos de estilista prousiano, calvo, vizco, risueño, misterioso, vivaz, muy vivaz, se relamía los bigotes de nuevas y mágicas palabras. Era un misterio de que vivía, que hacía durante el día y como se las arreglaba para entrar y vivir en la discreta noche santiaguina con una puntualidad británica, arrancada al Big Ben. Muy persuasivo, sabía escuchar y mecerse la barba con maestría whitmaniana.
En su inagotable fantasía, apoyada por sus elctura e indudable cultura literaria, hablaba a diestra y siniestra, con un calculado aire de convicción de los títulos de sus libros en curso o que dejaba como posibles ediciones. De esto nos da cuenta Alfonso Calderón, un estudioso de la "chilenidad".
El sombrero de tutti fruti, Un Gregorio Samsa tecnológico y Manual de comportamiento para el Super-Ego, son los títulos de este maravilloso autor del mito y la conversación, de la palabra en primera y útima, en definitiva instancia. Libros que siempre brillaron por su ausencia. Nunca vi una duda, el más leve gesto de preocupación, el más leve malestar, una palabra de rencor, animosidad de parte del grandioso Chico Molina, que medía muchas menos de 1.60 de estatura, pero que imaginariamente se empinaba sobre la Cordillera de Los Andes, volaba por la geografía del verbo elocuente, discreto, casi el susurro de un dios jamás derrotado.
Calderón se remonta a enero de 1953, el verano caliente y seco de Santiago, cuando conoció en la librería Universitaria, providencialmente al Chico Molina, un duende sin época ni tiempo. Me imagino la escena en el bucólico, provincial Santiago, la que transitaría hasta 1973. Recuerdo los mesones llenos de libros y el rostro de las vendedoras guiando a los compradores. El sábado llegaban algunas escritores, en una cita oficializada por las circunstancias y hojeando páginas se armaban los diálogos, pequeñas conversaciones de pasillos. En distintas ocasiones divisé a Lihn, teillier, Parra, Waldo Rojas, manuel Silva Acevedo, Alfonso Calderón, Omar Lara y pierdo la lista, porque era un lugar "obligado" en la búsqueda de libros. A la salida de la librería Universitaria está Andrés Bello sentado mirando la Alameda. Al atravesar la esquina hacia el norte de la ciudad, uno llegaba a la fuente de soda llamada Indianápolis , donde se bajaban las cervesas en velocidad de pista de carrera. A la derecha de la librería Universiatria, uno dobla en esa esquina y esfila para San Diego, donde se encuentra el paraíso de los libros viejos que regía el apco Rivano y creo que aún permanece.
Cuenta Alfonso Calderón que esa mañana busca La Peste de Alberto Camus, recién editada y que el Chico Molina, a quin no conocía, se le acercó y le preguntó si había leido Periodismo de combate. Así armaron una conversación que duró toda la tarde, atravesando la Alameda, allí en Il Bisco, un ya desparecido restaurante de la bohemia santiaguina, donde nos bajábamos los ásperos vinos chilenos de esa época, que contenía una buena parte de los secretos de la felicidad. Se hicieron amigos, contaría Calderón, poco más de medio siglo después. Il Bosco era un puente en medio la Alameda, varado en la noche de Santiago, punto de encuentro y lugar para alzar la mano entre copas y amigos. recuerdo sus manteles blancos, el amplio salón y su puerta de cristal. Se entraba caminando con algo de gracia y se salía en un zig zag extranjero. Calderón revelaría también una profecía del Chico Molina, anunciada el siglo pasado: "Tú vas a ser el cronista de mi historia". El enigmático personaje acertó medio a medio en el blanco de la futura realidad. Hoy, sus aventuras y desventuras, están impresas y ha corrido la tinta donde debe ser.
Nunca fue un lector silencioso, aunque visitara la Biblioteca Nacional, como relata Calderón, esas mañanas de invierno o en la suspendida primavera, porque recomendaba, guiaba, opinaba, decía, lee a este autor, en un tuteo singular propio de las clase alta chilena. sugería con un inolvidable toque de picardía y sonrisa. Tenía el don de la recomendación, la ubicuidad de las palabras, la gracias de una sencillez tímida.
Venía de la manga de Huidobro, se codeaba en ese entonces con Braulio Arenas, Mariano Latorre y Luis Oyarzún, si, a mediados de los 40. Eran sus tertulias, el Chico Molina vivía sustentado en la precariedad, al parecer, cuenta Calderón, de unos ingresos que le proporcioban el alquiler de un cité en Avenida Matta.
A fines de los 60 visitó Francia como invitado. "Llegó diciendo que había destruido la teoría de los últimos surrealistas y que había conocido a los personajes aún vivos de En busca del tiempo perdido, de Proust", dice Calderón. Envidiable el Chico Molina, sorprendente, como siempre demoledor de cualquier statu quo, dueño absoluto de su tiempo, un hombre absolutamente libre. En la SECH y en casa de un amigo empresario de Barquero, compartimos no pocos vinos. Recuerdo que se ponía rojo y se le encendían los ojos de un brillo con destellos literarios y parecía un relator de cuentos escandinavos, esas leyendas con personajes mitológicos que abundaban en los bosques y desparecían encantados en las noches. En uno de esos viajes de la vida, el tiempo se llevó al Chico Molina. Nos había dejado sus historias, que no es poco decir. Su época final la pasó en el Bar Unión Chica junto a Jorge Teillier, Rolando Cárdenas y sus amigos. El reloj de su historia se paró en 1986.
Al recorrer este fragmento de mi juvetud, conversaciones en bares y sociedades de escritores con el Chico Molina y mis amigos, recuerdo cuando salí de Chile. Estuve en la SECH conversando con Alfonso Calderón, no era Premio Nacional de Literatura ni académicao de la lengua, sí, poeta, cronista y profesor universitario. Y le dije, me voy a Colombia, que libros me recomienda llevarme. Me dijo que la antología que él había escrito sobre los poetas de Chile, que dicho sea de paso es e las más objetivas, profundas, serias, ilustrativas, no pretenciosa, académica y digna de las antologías chilenas. Siempre la he mantenido al alcance de mi mano. (Antología de la Poesía chilena contemporánea. Ed. Universitaria 1970) Otros libros "claves" que me llevé a Colombia me los robó un poeta y decano de Filosofía, el poeta Luque que en paz descanse. La miseria humana existe en todas partes. Rolando Gabrielli©2008

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