sábado, diciembre 12, 2009

¿Piden un cambio en el sillòn de Pedro?



Habiendo tantos problemas en el mundo, pedir la renuncia del Papa, -un acto de impotencia absoluta-, es casi una excentricidad, pero la cantante irlandesa Sinead O`Connor lo hizo "por encubrimiento durante tres dècadas de la jerarquìa catòlica (en los casos que han conmovido al mundo) de pedofilia en perjuicio de los niños de Irlanda.
Hay causas perdidas de antemano y O`Connor ya habìa roto una fotografìa de Juan Pablo II en un programa de la televisiòn, a quien" lo acusò por su silencio durante mucho tiempo". La cantante, en sus declaraciones desde Dublìn, contenidas en una carta al diario britànico Independent, pide "la renuncia del Papa debido a su despreciable silencio sobre el tema y sus actos de no-cooperación con la investigación."
"Cuando se trata de las maldades cometidas por pedófilos vestidos de sacerdotes, guardan silencio, denunciò. Es asqueroso, increíble, extraño e inaudito. Ahora representan nada más que la maldad", precisò.
Los casos de sacerdotes pedòfilos estremecieron los ciemientos, hace un tiempo, de la iglesia catòlica de Estados Unidos. Es un tema actual, vigente, no resuelto. RG.

Que ve dos


Que ve dos,
el poeta
frente al espejo.
La duplicidad
no le niega.
Rolando Gabrielli©2009

jueves, diciembre 10, 2009

El otro poema






Mis primeros poemas
me enseñaron a ser fiel
a la palabra desconocida
A desconfiar de la ùltima
palabra escrita
como si fuera mìa
Un poema verdadero
no necesariamente
debiera estar escrito
Rolando Gabrielli©2009

Aminetu Haidar



Querida Aminetu, este blog, un grano de arena en el desierto de la conciencia humana, se viste de Saharahui. España y el mundo le han dado la espalda al pueblo saharahui, convirtièndoles en parias en sus propias tierras, refugiados en las arenas olvidadas del desierto y apàtridas por el mundo. Un pueblo es un pueblo, como una vida es una vida, y nadie levanta la voz sobre el muro de 2000 kilòmetros que divide el Sahara Occidental y que vigilan 150 mil soldados de ocupaciòn de Marruecos a un coste de un millòn y medio de euros diarios. Los lìderes del mundo miran para el lado, allì no hay petròleo, por ahora, y su pueblo no està invitado a la mesa de los derechos humanos, libertad, autodeterminaciòn, progreso, a la vida. La historia es màs larga y sangrienta y vergonzosa.
Ahora lo màs importante es que Marruecos te deje volver a tu tierra, Aminatu sìmbolo no sólo de los saharahuis, sino de los humillados de este mundo de sultanes, reyes, de señores de la guerra e insaciables mercaderes. Tu ayuno Aminatu, de 24 dìas en el aeropuerto español de Lanzarote, tu rechazo a otras nacionalidades que no sea la tuya, tu constante denuncia con pago de càrcel, a los opresores de tu pueblo, tu indudable coraje pone a temblar a los sultanes que gobiernan su propio miedo.
El mundo que cree en un mejor mundo no te olvida, està pendiente de tu sacrificio, de tu gesto en favor de los derechos de tu pueblo a la vida y autodeterminaciòn. Toda palabra ante tu desprendimiento, es un acto de retòrica, pero desde estas pàginas apoyamos a los tres Premios Nobeles de Literatura: Dario Fo, Josè Saramago y Günter Grass, como numerosos otros escritores del mundo, que solicitan los urgentes oficios del Rey de España ante su homòlogo de Marruecos para que te deje regresar a tu hogar con tus hijos. De ambos monarcas depende ahora tu vida y la confianza que tengamos en un futuro en el poder de reyes y sultanes.

Juntos


Estamos juntos
como el perro y el gato,
olisqueando la herida
que lame
uno al otro.
Rolando Gabrielli©2009

El bosque nos sigue hablando






La tierra tiene mar o el mar tiene tierra...No es un tema a discutir, lo cierto es que para Panamà viene una rigurosa sequìa, de acuerdo con informes metereològicos que advierten sobre el fenòmeno de El Niño. La sequìa se ha estado presentando en Ecuador, Brasil, Venezuela, Colombia y ahora Panamà. Algunos excèpticos, como aquellos que desconocen los problemas climàticos de la tierra, dicen que la sequìa no ocurrirà. ¿El agua y el oxìgeno se cotizaràn en Wall Street como el petròleo? Probablemente...La Tierra es el màs grande bien raiz. Es una hipoteca que sòlo en el cielo existen fondos para asumirla y respaldarla.
Las sequìas suelen ser devastadoras de los recursos naturales, en especial los fràgiles bosques tropicales, aunque la naturaleza tiene una extraordinaria capacidad para regenerarse, siempre y cuando la mano del hombre no intervenga. Detràs de la sequìa, el hombre se encarga de abrir nuevos senderos en medio del bosque tropical, derribar àrboles, hacer quemas para sembrar y continuar la peligrosa desforestaciòn. Panamà es un paìs que vive del agua o no puede vivir sin agua y sus bosques generan el agua que requiere el Canal y sus habitantes, en primer lugar. No tiene màs opciones que proteger el bosque doblemente en medio de la sequìa que se avecina, en la dècada màs caliente desde que se registran estadìsticas.

miércoles, diciembre 09, 2009

Casanova

¿Què serìa de Venecia sin ti Giacomo,
una luna rota bajo las aguas de algùn Casanova?

La historia y el cine, para no ir màs lejos, nos presentan al veneciano Giacomo Casanova como un amante infinito, que no da tregua a los lechos tibios en las cortes europeas del siglo XVIII, donde no se le escaparon monjas, ni criadas y menos princesas. Un Sumo Pontìfice de la pequeña muerte y del sùbito abandono de la conquista despuès del fragor de la batalla. La leyenda ha quedado retratada en la memoria como un fresco de la Capilla Sixtina. Casanova, hijo de comediantes, vivìa, al parecer, su propio espectàculo, una aventura sin fin, entre Milàn, Parma, Gènova, Lyon, Parìs y Dresde. Sus viajes incluyeron Rusia, España, Polonia, Suiza, Austria, la ex Checoslovaquia
Sus profesiones fueron muchas - eclesiàstico, poeta, mèdico, polìtico, violinista, economista,-y de ellas nos damos cuenta hoy gracias a las investigaciones y a sus accidentadas, mutiladas memorias, recientemente reeditadas: bajo el titulo: Historia de mi vida. En 3577 pàginas, Giacomo Casanova cuenta las historias de su vida, errante, oscura, entre la magia y la cabala, de las cuales fue un cultivador. Sus Memorias fueron escritas en francès, el idioma universal de la època. Las memorias estàn incompletas, porque muriò a los 73 años, y sòlo llevaba medio siglo en sus relatos.
España acaba de editar las Memorias completas, que fueron censuradas en su època, con pròlogo de Fèlix de Azùa. Segùn esta versiòn, Casanova sòlo tuvo 116 amantes y Henriette, fue la que màs durò: 9 meses. La historia habla de 132 conquistas sentimentales y tal vez los nùmeros se pierden en el borde de la propia vida e historia de Giacomo. Los manuscritos de sus Memorias se esfumaron, cuando un sobrino se los llevò a Dresde y sólo se editaron entre 1822 y 1828, treinta años despuès de su muerte.

martes, diciembre 08, 2009

Copenhague, habìa una vez...




El hombre cada dìa sabe màs del planeta que habita y destruye. ¿Se habrà aburrido de la belleza
o es un suicida irrefrenable e irreductible, insuperable? Cada cierto tiempo hace un alto y aspira a cambiar el curso de sus pasos, organizar mejor su existencia, revisar su comportamiento, encontrar alguna fòrmula para mejorar, y tambièn aquietar su conciencia, porque la especie humana es muy diversa y tiene como un caleidoscopio en los ojos para ver el mundo. El Planeta azul hace agua y no es una novedad porque tres cuartas partes la constituyen los mares. Y tampoco es alarmante porque Hollywood encontrò una soluciòn acuàtica para salvar a una fracciòn del gènero humano y darle continuaciòn a la raza, a travès de un par de arcas.
Sin embargo, esta vez el punto es otro. La especie en extinciòn se ha dado cita en el Reino de Dinamarca, que en danès, Danmark, significa: La tierra. Casi una ironìa de estos tiempos, viajar al sitio del mismo nombre del planeta, tan lejos, para hablar de lo que ya conocemos, mientras el reloj de la tierra se derrite como los iceberg viajeros. Dinamarca pais de muchas islas poco pobladas. Paìs del bienestar social, primer mundo, de acuerdo a las clasificaciones, pero para todos, no para un sector de la sociedad como ocurre en la mayorìa de los paìses desarrollados. Educaciòn y salud gratuitas de de alta calidad. Estudiantes de màs de 18 años reciben un salario.
¿Cómo han logrado los marcianos daneses estos altos niveles de vida? Dinamarca es uno de los paìses màs pacìficos de la convulsa tierra, menos corrupto, màs seguros para invertir y no sè cuantas otras bondades màs tiene ese reino, porque dicen que sus habitantes son los màs felices.
Cualquiera sea la realidad real, en ese paìs del viejo Godofredo, que me recuerda las cajas redondas metàlicas de galletas, la vieja imperial Dinamarca nos enseña otra historia: perdiò su imperio, pero ganò su propio paìs con una nueva ètica y visiòn. Ahora, en 43 mil kilòmetros cuadrados está la historia y vida de Dinamarca. Un territorio màs pequeño que El Salvador, Costa Rica, Panamà.
En este pequeño reino naciò Hans Christian Andersen...y allì, en Copenhague, capital de Dinamarca, està reunido el mundo para ver que hace, si decide hacer algo que no sea pura retòrica, para enfrentar el calentamiento del planeta, que segùn los cientìficos el aumento del CO2 2 diez veces màs elevado que hace 800 mil años.
La Tierra y sus habitantes no esperan màs estadìsticas, sino acciones que nos eviten seguir dando pasos hacia el precipicio. estados Unidos ha hecho un reconocimiento pùblico: nosotros somos los màs grandes contaminadores de los ùltimos 200 años, tres veces màs que China. Es una cifra y està sobre la mesa.

El mundo es un pañuelo


HERTA MULLER
7 diciembre de 2009, Estocolmo, Suecia

Cada palabra sabe algo sobre el círculo vicioso
¿TIENES UN PAÑUELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma. La pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? era una ternura indirecta. Una directa hubiera sido penosa, algo que no existía entre los campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta. Sólo así podía decirse a secas, en tono de orden, como las maniobras del trabajo. El hecho de que la voz fuera áspera realzaba incluso la ternura. Cada mañana estaba yo una vez sin pañuelo en la puerta, y una segunda vez con pañuelo. Sólo después salía a la calle, como si con el pañuelo también estuviera mi madre.
Y veinte años más tarde estaba hacía tiempo sola en la ciudad, como traductora en una fábrica de maquinarias. A las cinco de la mañana me levantaba, y a las seis y media empezaba el trabajo. Por la mañana resonaba el himno sobre el patio de la fábrica a través del altavoz, durante la pausa del mediodía se escuchaban los coros de los obreros. Pero los obreros, que estaban comiendo, tenían ojos vacíos como hojalata, manos embadurnadas de aceite, y su comida estaba envuelta en papel de periódico. Antes de comerse un trocito de tocino, le quitaban la tinta del periódico rascándola con el cuchillo. Dos años transcurrieron al trote de la cotidianeidad, cada día igual al otro.
Al tercer año se acabó la igualdad de los días. En el transcurso de una semana entró tres veces en mi oficina, a primera hora de la mañana, un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules centelleantes, un coloso del Servicio Secreto.
La primera vez me insultó de pie y se marchó.
La segunda vez se quitó el impermeable, lo colgó en una percha del armario y se sentó. Aquella mañana yo había traído de casa unos tulipanes y los estaba acomodando en el florero. El tipo me observaba y alabó mi inusual conocimiento del ser humano. Su voz era resbaladiza. Sentí un gran desasosiego. Impugné su elogio y le aseguré que sabía algo de tulipanes, pero nada del ser humano. Entonces me dijo en tono malicioso que él me conocía mejor que yo a los tulipanes. Luego se colgó del brazo el impermeable y se marchó.
La tercera vez se sentó y yo permanecí de pie, porque había dejado su cartera sobre mi silla. No me atreví a ponerla en el suelo. Me insultó tratándome de necia redomada, holgazana, putilla, tan corrompida como una perra vagabunda. Empujó los tulipanes hasta casi el borde de la mesa, en cuyo centro puso una hoja de papel vacía y un lápiz. Rugió: escribe. De pie, empecé a escribir lo que me iba dictando. Mi nombre con fecha de nacimiento y dirección. Y después que yo, independientemente de la proximidad o del parentesco, no le diría a nadie que..., y entonces llegó la horrible palabra: colaborez, iba a colaborar. Esta palabra ya no la escribí. Puse el lápiz a un lado y me dirigí a la ventana, por la que miré hacia la polvorienta calle. No estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja ruinosa se llamaba, encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de la gloria había un gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica y tenía una oreja desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul. No tengo este carácter. Se lo dije a la calle, fuera. La palabra CARÁCTER puso histérico al hombre del Servicio Secreto. Rompió la hoja y tiró los trozos al suelo. Pero probablemente se le ocurrió que tendría que presentarle a su jefe la prueba de que había intentado incorporarme a su red de espionaje, porque se agachó, recogió todos los trozos en una mano y los metió en su cartera. Luego lanzó un profundo suspiro y, en medio de su derrota, arrojó hacia la pared el florero con los tulipanes, que se estrelló y crujió como si hubiera dientes en el aire. Con la cartera bajo el brazo dijo en voz queda: esto lo pagarás muy caro. Te ahogaremos en el río. Como hablando conmigo misma dije: Si firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo. Mejor háganlo ustedes. Y al instante la puerta de la oficina ya estaba abierta y él se había marchado. Y fuera, en la Strada Gloriei, el gato de la fábrica había saltado del árbol al tejado de la casa. Una de las ramas se mecía como un trampolín.
Al día siguiente comenzó el tira y afloja. Yo debía desaparecer de la fábrica. Cada mañana a las seis y media tendría que presentarme ante el director, con el que cada mañana estaban el jefe del sindicato y el secretario el Partido. Y así como en otros tiempos me preguntaba mi madre: ¿tienes un pañuelo? ahora me preguntaba cada mañana el director: ¿Has encontrado otro trabajo? Y yo le respondía cada vez lo mismo: No estoy buscando ninguno. Estoy a gusto aquí en la fábrica, quisiera quedarme hasta la jubilación.
Una mañana llegué al trabajo y mis voluminosos diccionarios estaban en el suelo del pasillo, junto a la puerta de mi oficina. La abrí, y había un ingeniero sentado a mi escritorio. Me dijo: aquí se llama a la puerta antes de entrar. Ahora estoy aquí yo, y tú ya no tienes nada que hacer en este despacho. A casa no podía irme, porque habrían tenido un pretexto para despedirme por faltar sin permiso. Ahora no tenía oficina, y con mayor razón tenía que ir cada día normalmente al trabajo, por ningún motivo debía ausentarme.
Una amiga, a la que cada día se lo contaba todo en el camino de vuelta a casa por la Strada Gloriei, me dejó compartir al principio una esquina de su escritorio. Pero una mañana se plantó ante la puerta de la oficina y me dijo: No me autorizan a dejarte entrar. Todos dicen que eres una soplona. Las trabas y vejaciones se enviaban hacia abajo, los rumores empezaron a propagarse entre los colegas. Eso era lo peor. Contra los ataques uno puede defenderse, contra la calumnia es impotente. Yo contaba cada día con todo, incluso con la muerte. Pero con esa perfidia no sabía qué hacer. Ningún cálculo la volvía soportable. La calumnia nos atiborra de mugre, y nos asfixiamos porque no podemos defendernos. En opinión de mis colegas yo era exactamente aquello a lo que me había negado. Si los hubiera espiado y delatado, habrían confiado en mí sin sospechar nada. En el fondo, me castigaban porque yo los protegía.
Como ahora con mayor razón no podía ausentarme, pero no tenía despacho y a mi amiga no le permitían dejarme entrar en el suyo, me instalé, indecisa, en la caja de la escalera, una escalera que recorrí varias veces de arriba abajo – de pronto volví a ser la hija de mi madre, porque TENÍA UN PAÑUELO. Lo extendí en un escalón entre el primer y el segundo piso, lo alisé para que estuviera como es debido y me senté encima. Me puse en las rodillas mis gruesos diccionarios y empecé a traducir descripciones de máquinas hidráulicas. Yo era un chiste malo sobre la escalera, y mi despacho, un pañuelo. En las pausas del mediodía, mi amiga se sentaba en la escalera junto a mí. Comíamos juntas como antes en su oficina y, más antes aún, en la mía. Por el altavoz del patio, como siempre, los coros de los obreros entonaban cantos sobre la felicidad del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Debía mantenerme firme y dura. Largo tiempo. Unas cuantas semanas eternas, hasta que me despidieron.
En la época en que yo era un chiste malo sobre la escalera, consulté el diccionario para averiguar la importancia de la palabra ESCALERA. El primer escalón de la escalera se llama PELDAÑO DE ARRANQUE, el último escalón, PELDAÑO DEL DESCANSILLO. Los escalones horizontales que uno pisa encajan lateralmente en las MEJILLAS DE LA ESCALERA, y los espacios libres entre los distintos peldaños se llaman incluso OJOS DE LA ESCALERA. Por las piezas de las máquinas hidráulicas, embadurnadas de aceite, ya conocía las bellas palabras COLA DE GOLONDRINA y CUELLO DE CISNE, para ajustar un tornillo se utilizaba una MADRE DE TORNILLO, e igualmente me dejaron asombrada los poéticos nombres de las partes de una escalera, la belleza del lenguaje técnico: MEJILLAS DE LA ESCALERA, OJOS DE LA ESCALERA – es decir, la escalera tenía un rostro, ya fuese de madera, piedra, cemento o hierro – y los hombres reproducen su propia cara en las cosas más voluminosas del mundo, dan al material muerto los nombres de su propia carne, lo personifican en partes del cuerpo. Y el arduo trabajo sólo les resulta soportable a los especialistas gracias a esa ternura oculta. Cada trabajo, en cada profesión, se rige por el mismo principio de la pregunta de mi madre sobre el pañuelo.
Cuando yo era niña, en casa había un cajón destinado a los pañuelos. En él se alineaban tres pilas en dos hileras, una detrás de la otra:
A la izquierda, los pañuelos de hombre, para el padre y el abuelo.
A la derecha, los pañuelos de mujer, para la madre y la abuela.
En el centro, los pañuelos de niño, para mí.
Aquel cajón era nuestro retrato de familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de hombre eran los más grandes, tenían un borde oscuro de color marrón, gris o burdeos. Los pañuelos de mujer eran más pequeños, con borde azul celeste, rojo o verde. Los pañuelos de niño eran los más pequeños, sin borde, pero en el cuadrado blanco había flores o animales pintados. Entre los tres tipos de pañuelos había los que se usaban los días laborables, en la hilera anterior, y los que se usaban los domingos, en la hilera posterior. Los domingos, el pañuelo debía hacer juego con el color de la ropa, aunque no se viera.
Ningún otro objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, nos resultaba tan importante como el pañuelo. Podía utilizarse para una infinidad de cosas: resfriados, cuando la nariz sangraba o había alguna herida en la mano, el codo o la rodilla, cuando uno lloraba o lo mordía para reprimir el llanto. Un pañuelo frío y húmedo en la frente aliviaba el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las esquinas servía para protegerse del sol o de la lluvia. Cuando uno quería acordarse de algo, hacía un nudo en el pañuelo como artificio mnemotécnico. Para cargar bolsas pesadas se envolvía en él la mano. Si ondeaba era una señal de despedida cuando el tren salía de la estación. Y como tren se dice en rumano TREN, y en el dialecto del Banato lágrima (Träne) se dice trän, en mi cabeza el chirrido de los trenes sobre los rieles equivalía siempre al llanto. En la aldea, cuando alguien moría se le ataba enseguida un pañuelo en torno a la barbilla para que la boca permaneciera cerrada cuando pasaba la rigidez cadavérica. Cuando en la ciudad alguien se desplomaba al borde del camino, siempre había un transeúnte que con su pañuelo cubría la cara del muerto, y así el pañuelo pasaba a ser su primer reposo mortuorio.
A última hora de la tarde, los días calurosos del verano, los padres enviaban a sus hijos al cementerio para que regasen las flores. Nos juntábamos dos o tres e íbamos de una tumba a la otra, regando rápidamente. Luego nos sentábamos, muy pegados unos a otros, en las escaleras de la capilla y observábamos cómo de algunas tumbas subían nubecillas de vapor blanco. Volaban un ratito en el aire negro y desaparecían. Para nosotros eran las almas de los muertos: Figuras zoomórficas, gafas, frasquitos y tazas, guantes y medias. Y de vez en cuando un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.
Más tarde, conversando con Oskar Pastior para escribir sobre su deportación a un campo de trabajos forzados soviético, me contó que una anciana madre rusa le regaló una vez un pañuelo blanco de batista. Tal vez tengáis suerte tú y mi hijo, y podáis regresar pronto a casa, dijo la rusa. Su hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, dijo, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta como un mendigo medio muerto de hambre, quería cambiarle un trozo de carbón por un poquito de comida. Ella lo hizo entrar en la casa y le dio un plato de sopa. Y cuando la nariz de Oskar empezó a gotear en el plato, le dio el pañuelo blanco de batista, que nadie había usado todavía. Con un borde calado de bastoncillos y rosetas impecablemente bordados con hilos de seda, el pañuelo era una belleza que abrazó e hirió al mendigo. Un híbrido; por un lado un consuelo de batista; por el otro, una cinta métrica con bastoncillos de seda, las rayitas blancas en la escala de su desamparo. El mismo Oskar Pastior era un híbrido para esa mujer: un mendigo extraño en la casa y un hijo perdido en el mundo. En esas dos personas lo había hecho feliz y le había exigido demasiado el gesto de una mujer que para él también era dos personas: una rusa extraña y una madre preocupada con la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO?
Desde que me enteré de esta historia también yo tengo una pregunta: ¿Es ¿TIENES UN PAÑUELO? válida en todas partes y se halla extendida sobre medio mundo en el brillo de la nieve entre la congelación y el deshielo? ¿Cruza todas las fronteras pasando entre montañas y estepas hasta adentrarse en un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajos forzados? ¿No hay manera de dar muerte a la pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeducación a través de tantos campos de trabajos forzados?
Aunque hace décadas que hablo rumano, en la conversación con Oskar Pastior me percaté por primera vez de que en rumano pañuelo se dice BATISTA, de nuevo la sensual lengua rumana, que simplemente lanza con apremio sus palabras hasta el corazón de las cosas. El material no da ningún rodeo, se designa como pañuelo listo, como BATISTA. Como si cada pañuelo fuera de batista en todo tiempo y lugar.
Oskar Pastior guardó en la maleta el pañuelo como reliquia de una doble madre con un doble hijo. Luego se lo llevó a casa tras cinco largos años en el campo de trabajos forzados. ¿Por qué? – su pañuelo blanco de batista era esperanza y miedo, y cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere.
Después de la conversación sobre el pañuelo blanco me pasé media noche pegándole a Oskar Pastior un collage sobre un papel blanco:
Aquí bailan puntos dice Beaentras en un vaso de leche de tallo largoropa interior blanca tina de zinc gris verdecontra reembolso se correspondencasi todos los materialesmira aquíyo soy el viaje en tren yla cereza en la jaboneranunca hables con hombres extraños niacerca de la Central
Cuando a la semana siguiente fui a su casa a regalarle el collage, me dijo: encima debes pegar: “PARA OSKAR”. Yo le dije: Lo que te doy, te pertenece, y tú lo sabes. Él dijo: debes pegarlo encima, tal vez el papel no lo sepa. Me lo llevé de nuevo a casa y encima pegué: para Oskar. Y se lo volví a regalar la semana siguiente, como si hubiera regresado la primera vez de la puerta sin pañuelo y ahora estuviera por segunda vez en la puerta con pañuelo.
Con un pañuelo termina también otra historia:
El hijo de mis abuelos se llamaba Matz. En los años treinta lo enviaron a Timişoara a estudiar finanzas para que se hiciera cargo del negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En la Escuela enseñaban maestros del Reich alemán, auténticos nazis. Al concluir sus estudios Matz quizás había recibido, de paso, una capacitación en finanzas, pero sobre todo recibió una formación de nazi – un lavado de cerebro planificado. Cuando salió de la escuela, Matz era un nazi fervoroso, un convertido. Ladraba consignas antisemitas, era inalcanzable como un débil mental. Mi abuelo lo reprendió repetidas veces, diciéndole que debía toda su fortuna sólo a los créditos de hombres de negocios judíos amigos suyos. Y al ver que esto no servía de nada, lo abofeteó varias veces. Pero a su hijo le habían trastornado el juicio. Jugaba a ser el ideólogo de la aldea, vejaba a los muchachos de su edad que se negaban a ir al frente. En el ejército rumano ocupaba un puesto de oficinista. Pero de la teoría quiso pasar a la práctica. Se presentó voluntario en las SS, quería ir al frente. Unos meses después regresó a casa para casarse.
Tras haber sido testigo de los crímenes en el frente, aprovechó una fórmula mágica válida para escaparse unos días de la guerra. Esa fórmula mágica era: permiso por boda.
Mi abuela tenía dos fotos de su hijo Matz en el fondo de un cajón, una foto de la boda y una foto de la muerte. En la foto de la boda se ve una novia vestida de blanco, una mano más alta que él, esbelta y seria, una virgen de yeso. Sobre su cabeza hay una corona de cera como hojas nevadas. Junto a ella está Matz con su uniforme nazi. En vez de ser un novio, es un soldado. Un soldado de la boda y su propio último soldado de la patria. Apenas volvió al frente, llegó la foto de la muerte. Y en ella un último soldado destrozado por una mina. La foto de la muerte es del tamaño de una mano, un campo negro, en el centro un paño blanco con un montoncito gris de restos humanos. Sobre el fondo negro, el paño blanco parece tan pequeño como un pañuelo de niño cuyo cuadrado blanco tiene pintado en el centro un dibujo extraño. Para mi abuela esa foto también tenía su híbrido. En el pañuelo blanco había un nazi muerto, en su memoria, un hijo vivo. Mi abuela dejó esa doble foto todos aquellos años en su devocionario. Rezaba cada día. Probablemente sus oraciones también tenían doble fondo. Probablemente seguían el hiato entre el hijo querido y el nazi obcecado y pedían también al Señor Dios que hiciera el espagat de amar a ese hijo y perdonar al nazi.
Mi abuelo había sido soldado en la Primera Guerra Mundial. Sabía de qué estaba hablando cuando decía a menudo y en tono amargo, refiriéndose a su hijo Matz: Sí, cuando ondean al viento las banderas, el juicio se pierde en las trompetas. Esta advertencia también era aplicable a la siguiente dictadura, en la que me tocó vivir a mí misma. A diario se veía cómo el juicio de los pequeños y grandes oportunistas se perdía en las trompetas. Yo decidí no tocar la trompeta.
Pero de niña tuve que aprender a tocar el acordeón contra mi voluntad. Pues en la casa se había quedado el acordeón rojo de Matz, el soldado muerto. Las correas del acordeón eran demasiado largas para mí, y para que no se resbalaran por mis hombros, el maestro de acordeón me las ataba a la espalda con un pañuelo.
Se puede decir que precisamente los objetos más pequeños, ya sean trompetas, acordeones o pañuelos, terminan atando las cosas más dispares en la vida; que los objetos giran y, en sus desviaciones, tienen algo que obedece a las repeticiones, al círculo vicioso. Uno puede creerlo, mas no decirlo. Pero lo que no puede decirse, puede escribirse. Porque la escritura es un quehacer mudo, un trabajo que va de la cabeza a la mano. De la boca se prescinde. En la dictadura yo hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias intolerables. Pero la escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de la fábrica donde tuve que sopesar y decidir conmigo misma más cosas de las que podían decirse. El acontecer ya no podía articularse en palabras. A lo sumo los añadidos externos, mas no su dimensión. Esta yo sólo podía deletrearla en mi cabeza, en silencio, en el círculo vicioso de las palabras al escribir. Reaccionaba ante el miedo a la muerte con hambre de vida. Era un hambre de palabras. Sólo el torbellino de las palabras podía captar mi estado y deletreaba lo que no podía decirse con la boca. Yo iba detrás de lo vivido en el círculo vicioso de las palabras, hasta que aparecía algo que no había conocido antes. Paralelamente a la realidad entraba en acción la pantomima de las palabras, que no respeta dimensiones reales, reduce las cosas principales y aumenta las secundarias. El círculo vicioso de las palabras confiere de buenas a primeras una especie de lógica maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y permanece atemorizada y tan adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí espontáneamente, porque la naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han robado casi por completo. El tema está implícito ahí, pero las palabras se apoderan de mí y llevan al tema adonde quieren. Ya nada es cierto y todo es verdad.
Como chiste malo sobre la escalera estaba yo tan sola como en aquella época, en que de niña, cuidaba vacas en el valle del río. Comía hojas y flores para formar parte de ellas, porque ellas sabían cómo se vive y yo no. Me dirigía a ellas dándoles un nombre. El nombre cardo lechoso debía ser realmente la planta espinosa con leche en los tallos. Pero la planta no escuchaba el nombre cardo lechoso. Entonces yo lo intentaba con nombres inventados: COSTILLA ESPINOSA, CUELLO DE AGUJA, en los que no figuraban ni cardo ni lechoso. En el engaño de todos los nombres falsos ante la planta verdadera se abría el agujero hacia el vacío. La situación ridícula de hablar a solas en voz alta conmigo y no con la planta. Pero la situación ridícula me hacía bien. Yo cuidaba vacas y el sonido de las palabras me protegía. Sentía:
Cada palabra en el rostrosabe algo del círculo viciosoy no lo dice
El sonido de las palabras sabe que debe engañar, porque los objetos engañan con su material, y los sentimientos, con sus gestos. En el punto de intersección del engaño de los materiales y de los gestos se instala el sonido de las palabras con su verdad inventada. Al escribir no puede hablarse de confianza, sino más bien de la honestidad del engaño.
Por entonces, en la fábrica, cuando yo era un chiste malo sobre la escalera, y el pañuelo, mi oficina, también encontré en el diccionario la hermosa palabra INTERÉS ESCALONADO, que designa las tasas de interés de un préstamo que van subiendo por tramos. Las tasas de interés son para uno gastos y para otro, ingresos. Al escribir acaban siendo ambas cosas, cuanto más voy ahondando en el texto. Cuanto más me expolia lo escrito, tanto más muestra a lo vivido lo que no había en el vivir. Sólo las palabras lo descubren, porque antes no lo conocían. Allí donde sorprenden a lo vivido es donde mejor lo reflejan. Se vuelven tan apremiantes que lo vivido debe aferrarse a ellas para no deshacerse.
Me parece que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus sentimientos y las palabras tampoco conocen la boca que las enuncia. Pero para asegurarnos nuestra propia existencia necesitamos los objetos, los gestos y las palabras. Cuanto más palabras nos es permitido usar, tanto más libres somos. Cuando se nos prohíbe la boca, intentamos afirmarnos con gestos e incluso con objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen un tiempo libres de sospecha. Y así pueden ayudarnos a convertir la humillación en una dignidad que permanece libre de sospecha por un tiempo.
Poco antes de mi emigración de Rumania, el policía de la aldea vino un día muy de mañana a llevarse a mi madre. Ella estaba ya en la puerta cuando se le ocurrió la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO? Y no lo tenía. Aunque el policía se mostró impaciente, ella volvió a entrar en la casa y sacó un pañuelo. En la comisaría el policía estalló en gritos e improperios. Los conocimientos de rumano de mi madre no bastaban para que comprendiera los rugidos del policía, que luego se marchó del despacho y cerró la puerta con llave desde fuera. Mi madre se pasó el día entero encerrada allí. Las primeras horas sentada a la mesa, llorando. Después empezó a ir de un lado para otro y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo empapado en lágrimas. Por último cogió el cubo de agua del rincón y la toalla que colgaba de un clavo en la pared y fregó el piso. Me quedé aterrada cuando me lo contó. ¿Cómo has podido fregarle el despacho a ese individuo?, le pregunté. Y ella me respondió, sin ningún reparo: quería hacer algo para matar el tiempo. Y el despacho estaba tan mugriento. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, grandes.
Sólo entonces comprendí que con esa humillación adicional, pero voluntaria, se había proporcionado dignidad en aquel arresto. En un collage busqué palabras para formularlo:
Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazónen el alma inservible como un coladorpero el propietario preguntó:¿quién se acaba imponiendo?yo dije: salvar el pellejoél gritó: el pellejo essólo una mancha de la batista ofendidasin juicio.
Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿TENÉIS UN PAÑUELO?
Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano.


Tomado del Paìs de España/Traducido por Juan José del Solar Bardelli




El mundo es un pañuelo...todas las atrocidades del hombre, no sòlo en el siglo XX, ni en Europa, sino en el planeta, y digamos Apparheid, Latinoamèrica, Viet nam, Medio Oriente, Asia, Irak, Afganistàn, necesitarìan màs de un pañuelo, aunque Nagasaki e Hiroshima, en pleno siglo XX, donde se desenvuelve el discurso de la señora Muller, llenaron de làgrimas millones de pañuelos...y no habrìa blog para seguir enumerando el adiòs de tantas buenas e inocentes personas en el ùltimo pañuelo de la vida. RG.

lunes, diciembre 07, 2009

El otro sentido




La palabra paladea
los ojos ojean
la narìz olfatea
el oìdo oye
el tacto es epidermis
envolvente
y el sentido comùn,
brilla por su ausencia.


Rolando Gabrielli©2009

domingo, diciembre 06, 2009