martes, enero 10, 2006

La novela tiene cuerpo de mujer


(Un largo preámbulo a no sé cuántas cosas)
Dejo caer hondo mis dedos, tocar les digo el fondo hasta se haga silencio en el ombligo. Después, las yemas se deslizan por la cubierta desatando los nudos, empujan la tibieza y el sudor natural, las palabras, el lenguaje mayor que se acerca a la gran boca de la novela. La lengua tiene todas las aspiraciones e inclusive de transformarse en Babel de su exclusiva comunicación y diálogo, el fervoroso monólogo ante la página impresa.
Dedos ciegos borgianos, espejos rotos de su propias búsquedas, caminos que se bifurcan para volver al principio. La mano enguantada de Kafka, áspera, somnolienta, infantil, titubeante y que se aprisiona al cerrar una puerta y no encuentra la llave oculta bajo el ombligo, donde la bisagra conoce bien su historia.
La palma brillante y los finos, alargados, acuosos dedos de la prosa de Kerouac, entran en la noche de la prosa afiebrada, noctámbula, caprichosa, pero con real exactitud y poesía.
Yo siento el Sur, sin embargo, en la poesía húmeda de Neruda al alba en los muelles magníficos de la adolescencia y de todas las libertades.
La mano manca del clásico de Lepanto, huesuda, fibrosa, árida, castellana y veloz en aspas de abanico, a veces queda, morosa, rastrillo, filosa, ingeniosa como el manchego personaje, que huele a Dulcinea del Toboso, es bueno dejarla operar en el imaginario del relato, aunque sea una convidada de piedra.
Una mano lava a la otra cuando se trata de solidaridad compartida, pero en esta aventura faltan dedos para tocar el piano real de lo que aspiramos y no siempre es. Sí, se puede decir misa, y no estar en el altar. La novela es un camino sinuoso, lleno de curvas, gratamente femenino, de musculatura compacta, frágil, densa, con la vieja imagen del pez que se resbala porque quiere seguir viviendo por medio de su propia respiración.
Hay colinas, pliegues, lechosos ríos, nostálgicos pezones andaluces, de arabescas formas, ensenadas, valles, una amplia carretera puede llevarnos hacia ningún lugar, como indicarnos un punto de partida hacia donde los caminos siempre se bifurcan.
El cuerpo de la novela tiene oxígeno, o debiera contar con un balón que al menos le permitiera respirar en situaciones de emergencia, cuando un lector le exige un poco más al cuerpo del delito. Es con éste que comulgará de inicio a fin, y visitará una y otra vez la escena del crimen de su propia mano, porque las páginas tienen su tipografía, abandonadas a su suerte, y la que le asigna el lector.
En lo personal, la novela tiene mucho de eso, de uno y más de otro, pero es un cajón con bastantes cosas íntimas, calcetines, jabones, teléfonos, notitas que uno hace y va guardando, alguna foto que sacó de un álbum y la dejó ahí con otras cosas de uso diario, o que uno sabe que están ahí como parte del olvido de lo que no se olvida. Sí, la novela tiene de esa cocina íntima, condimentos que van y vienen, son de uso diario es lo que quiero decir, están ahí insoslayables, son.
Uno revisa el texto de la novela diariamente como si fuera una cicatriz, algo permanente y creo que así debe ser. No hay reglas, y menos las tengo yo. (Pero también existen los cuerpos en exilio, torturados, aniquilados, verdaderamente en off, que se van de un aeropuerto a otro, con su L en la mochila).
Una novela debe hablar de cuanta situación se le ocurra al autor, y despojar al lector de todo anticipo verbal, enmudecerlo de vez en cuando con el pequeño horror violeta que tanto nos acostumbran algunos dictadores. Pulso en esta novela desde el bocatto di cardinale, amor del bueno, real, hasta ese estiercolero que un ventilador mantiene en vivo y en directo ante nuestras propias cámaras. Sí, hay paréntesis negros, que mejor no verlos, ocultarlos, olvidarlos.)
Un día le pones las medias, le quitas los pantys, ajustas el brasier con suave intencionalidad de quitárselo, y lanzas el cuerpo del delito a una flamante sábana y comienzas a hurgar entre sus pliegues casi con deformación profesional y ese privilegio del abandono, de la displicencia, es el olvido. Me gusta detenerme en el triángulo de las Bermudas, entrar y salir, y saber que me perderé, inevitablemente, para volver a encontrarme en la palabra.
Me encantan los pezones en una novela, en especial los de ésta que escribo y borro en tu nombre. Se hacen sentir tibios y ligeros al menor roce de la palabra, de algún acento profundo, marcado. Ahí yo cavo mi propio silencio como si fuera una tumba recién nacida.
La novela puede doler como la Kalho y ser gozada al mismo tiempo. Es un doble anclaje. Vamos en el ataúd de cristal y en un eterno paseo donde resuenan las pisadas que no dejan huella. Yo me inclino a veces, por la Babel, y le rindo alguna pleitesía, le pido la escalera, y me conformo con algunas letras del abecedario, que son polvo de sus cristales, abanicos de heces, un poco la sal y la pimienta, el eslogan mal parido, la perfecta etiqueta que todo muerto alcanza en su epitafio.
La novela derrumba sus horas, se pisa los talones, es señorita hasta cuando no demuestre lo contrario, pero yo la prefiero ligera de todo sueño y ropas, más bien a la sombra de sus propios encantos. La espalda de una novela es lo más sensual quizás de sus páginas. Es allí donde la tipografía se pierde tibia al final de la mano y el tacto real. Cielo, no me toques tan alto.
Déjese llevar por esta calcetinera, colegiala, cuarentona de sus bien jugadas décadas, de esos otoños sin balanza como rodeados de nomeolvides.
La novela puede ser un Diario de Vida en estado de descomposición, siempre un estado de ánimo latente, inocuo, vacío, temerario, retrato de una ficción amparada en la realidad, huésped infinita la palabra de un albergue que sólo exige el turno del paciente que acude a la historia personal por un reflejo condicionado.
Cada novela, me digo, con su librito. Es corriente, río, la palabra, sin principio ni fin. Todos debiéramos escribir nuestra novela. Y antes de partir, archivarla, para que el que venga la continúe a su manera, o escriba la propia, en fin, pero que se novele en la agonía del texto, la felicidad del texto, en la paradoja del texto, como en la vida del texto-autor. Que se escriba con nostalgia, vanidad, realismo, dolor, angustia, sueño, mucha felicidad, olvido al por mayor y memoria restringida, con tensión, datos verdaderos, falsos, que incluya bolitas de alcanfor, diademas, flores plásticas pero recién regadas, una visita a la morgue, a los archivos nacionales, que no olvide que los estadios pueden servir para el ruin deporte de la tortura.
Dejo que el lenguaje se corrompa, desaparezca, siga su ruta vital, desvencijada, que llegue a clamar por su propio silencio. De nada sirve contar si no hay lenguaje, si no se siente espesa la sangre entrando al cuerpo de la noche. Allí clavo mis alfileres en el insomnio. Sufrago mi voto de protesta. Pobre novela si se siente reina en un escaparate. La prefiero como dos firmes piernas a la luz de una vela encendida, con insomnio alquilado en una tienda de fracs pasados de moda, para corregir con ella la vida, enmendarle una o dos planas a lo sumo. Correr juntos esa aventura que alguien corrió antes por nosotros. (La que yo escribo, olvidaba, ya cuenta con 11.273 líneas, y es el más largo preámbulo a no sé cuántas cosas).
Rolando Gabrielli©2006.

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