lunes, octubre 08, 2012

La soledad de los spaghettis




A todos los solteros separados solitarios,  ante un humeante plato de spaghettis
Desde hace  algunos días, me da vuelta en la memoria un spaghetti solitario al oleo en un plato blanco hondo , que  es en sì mismo un viaje  profundo a la soledad, a la nada en una cuerda que màs que salvación, implica final, sálvese quien pueda. Me recupero de ese dolor de la infancia en la mesa paterna y veo unos spaghettis al pesto verdes de albahaca, cálidos, humeantes, que como una manada de  delgados tallos verdes ingresaràn jubilosamente a mi plato, donde hundirè mis ojos y olfato hasta perderme en su aroma e ignorar por segundos la severidad paterna del rito del almuerzo.
Cada domingo esta  puesta en escena repetida con las manos limpias, pulcras sobre la mesa, y la sonrisa batiente de mi hermano, el favorito paterno, alzaba mis ojos hacia el cuadro del diario La Naciòn, fechado el 28 de marzo de  1931  y hoy desaparecido, para refrescar mis apuballados sentidos en esas tunas tan reales como lo deliciosa que es esa fruta. El almuerzo era una aventura, en medio de la ceremonia  oficial de un padre que superaba con creces al de Kafka, porque la autoridad se cortaba con un  filoso cuchillo como si la dictadura estuviera tàcitamente escrita en el mantel dominical.
El contagio de las miradas còmplices de memorias veloces de los hermanos amenazaba con ese pequeño alud de emociones que presagiaban la tempestad y el castigo, hasta el extremo de los  tallarines, spaghettis,  cimbrarse en la boca incapaz de retenerlos todos y tragarlos a un mismo tiempo. El decenlace era inevitable y partìa a la cocina cabizbajo con el  plato semidesnudo y en aquel entonces desconocìa la  soledad que podrìa dimensionar  en algùn momento de la vida un plato de spaghettis. Ignoraba ademàs que el gran aventurero  y mercader veneciano, Marco Polo habìa importado desde  China este casi metafìsico hilo de agua y harina capaz de enredarnos en su silencio.
Eran los domingos en Coronel Godoy 086, este es otro relato, un asunto diferente, pero vinculante a la memoria y a lo que viene con el correr de los años, que tambièn forman parte del calendario personal. El spaghetti en si era una fiesta, mi madre los hacìa como una diosa recièn bajada del olimpo, el ajo, aceite oliva, la albahaca fresca y seca, con los instrumentos de molienda y picar con sus filosas hojas. Todo lo demàs se convertìa en un imprudente silencio que nos hacìa poco a poco estallar en risitas  hacia un gran final ya explicable y explicado.
He leìdo en estos dìas  varios de los cuentos del libro de Hari Mukarami, Sauce ciego, mujer dormida, que es una muestra de  24 cuentos que reùnen todos los ingredientes para divertirse leyendo, pasarla bien, esencia de un buen libro.
Me he detenido para estas notas en un relato breve de seis pàginas y media intitulado: El año de los spaghettis. Me trae recuerdos de los inicios de la dècada del setenta,  porque el año de los spaghettis  para Mukarami es el 71, y de muchas de las jornadas  en que vivì en pensiones en Santiago de Chile y tambièn cuando enfrentè y lo hago aùn, los abismos de la cocina.
Este personaje de Mukarami sostiene desde un inicio, con convicciòn, que hacìa spaghettis para vivir y vìa para hacer spaghettis. ¿La absoluta cuadratura del  cìrculo para ser feliz? No esconde su obsesiòn, màs bien la adorna de su entrega, con  la adquisiciòn de los sagrados instrumentos para cocinarlos y los aderezos de salsas, como si un probado  gourmet le iluminara el camino. Nuestro personaje hizo acopio de su fe en el producto que le iba a acompañar, recogió las especies, tomate, se instruyó con libros de recetas y comprobó que su apartamento de un solo ambiente  flotaba en esa atmósfera de olores únicos que impregnan hasta los calcetines. Era el año de los spaghettis y se afianzaba en  una metodología no pensada y que le satisfacía, comérselos solo.
Los días no variaban en el menú culinario y el hombre frente al plato de spaghettis vivía la existencia metafísica de sus días solo con spaghettis.  El solo perfume de los benditos spaghettis,  le traìa la descabellada sensaciòn de que alguien iba a golpear la puerta e inclusive artistas como William Holden con su pareja, pero nada ocurrìa. Todas las estaciones estaban destinadas  a la preparaciòn de spaghettis con cierto despecho vengativo en soledad. Amasaba, dice Mukarami de su personaje,  las sombras del tiempo ya vivido. Temìa que los spaghettis, sujetos verdaderamente desconfiables. se escaparan de la olla y desaparecieran en la oscuridad de la noche, con la intensidad màgica que la jungla tropical engulle sin hacer ruido, "dentro de su tiempo eterno, sin hacer ruido una mariposa de colores".
El hombre spaghetti enumera siete clases distintas y hay muchas màs. Pone especial acento en los desgraciados spaghettis que terminan en un refrigerador, nevera que llaman. Solos y yo dirìa miserablemente abandonados y ellos, distraìdos para seguir en competencia. Los spagghettis, segùn el autor, vienen del  vapor de agua y descienden como un rìo y desaparecen.
El telèfono de tanto sonar, trae una comunicaciòn. Era la antigua novia de un amigo  del personaje
y algùn enredo  tuvo en esa relaciòn. Deseaba avadir cualquier compromiso y ella le solicitaba su direcciòn, indagaba por el otro. Ensimismado no emitìa respuesta alguna, ante la desesperaciòn de la joven.  No era un diàlogo esperado, ni sentido, y tampoco querìa comprometerse en un tema que  deseaba soslayar. La mujer de personalidad indefinida no cabìa en  su  agenda. Es que ahora tengo los spaghettis al fuego, le dijo. era una mentira dentro de lo posible  y que podrìa ayudarle. Ella insistìa en su peticiòn y èl iniciaba un proceso imaginario de cocinar sus spaghettis, una ceremonia en la memoria. Todo era imaginario, mientras ellas preguntaba: ¿entonces què? Ya no puedo habalr contigo, le contestaba, se me podrìan pegar los spaghettis. Todos sabemos de ese drama, ¿cuàntas veces se nos han pegado los spaghettis por olvido, por desconocer las reglas del tiempo, ignorar su fragilidad, por simple  estupidez? Ella callaba cada vez que le hablaba de este proceso y disminuìa la voz en el auricular. Los spaghettis como una cortina de humo, un muro imaginario, pero muro, digo. Es que interpretar este tema filosòfico, de comunicaciòn, requiere de algùn talento y no siempre es posible encontrarlo.
No sè con quien es mi compromiso, el autor, personaje, lector o los spaghettis. Intento seguir una lìnea hasta donde sea posible, delgada como un spaghetti. ¿Podrìas llamarme màs tarde?, pregunta èl? Ella responde con una pregunta, ¿porque tienes los spaghettis al fuego? Si, responde. ¿Los preparas para alguien o los comeràs solo?  Para comèrmelos solo, respondiò el personaje.  Ella insistiò en que estaba en apuros, le había prestado un dinero a su  ex. Pero tienes los spaghettis al fuego, insistiò. Sì, vino devuelta la respuesta. Adiòs. Y recuerdos a tus spaghettis. Espero estèn buenos.
Esto no termina aquì, no es suficiente un adiòs, los personajes de los relatos tienen sus reflexiones, a veces culpas, les queda dando vuelta el tema como la cola de un cometa a punto de aparecer cuando menos se piensa.
El hombre spaghetti hace un alto y le parece  triste pensar en un puñado, segùn su descripciòn, de spaghettis que nunca se van a cocinar. Se arrepiente en no haber dado una respuesta correcta, apropiada, y recuerda que el tipo no tiene nada de extraordinario. Lo describe com oalguien que se cree artista y  es artificial. El hombre confiesa que sigue pensando en ella , cuando come spaghettis. Y mientras cavila, se responde, justifica, en aquella època no querìa hablar con nadie, por eso, cada dòa, cocina sus spaghettis.
Al final  de esta historia nos damos cuenta por  Mukarami, que los màs inocentes  y desinteresados en este tema de los spaghettis, son los italianos, que en el año 1971 d de C., ignoraban que exportaban soledad.


 

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