El trópico es este misterio insondable, la lechuza que adivina ciega el hilo de la noche. La luz que recoge un viento azul, tibio, como si fuera una raíz invisible en el escenario diario, el espacio de la vida. Todo se vuelve trópico en el trópico, cómo explicar la lluvia que borra mi mano, el sol que se siente entrar en la noche o la humedad que reescribe mi historia en la piel. El horizonte crece en la línea de mi mano y si tuviera que dibujar el futuro, tendría la forma de una ventana. Por ahí entra y sale la tibieza del espíritu, eso que el día toca con su mano y se expande en el asombro de las pequeñas cosas.
En esta época se estaciona un mar de estrellas en el techo de la casa y las luciérnagas comparten su luz en la oscuridad. Es un juego divertido permanecer a oscuras y que la luz quede en manos del vuelo suspendido de una luciérnaga. Así la noche no se siente agredida y la luciérnaga confirma la importancia de la luz en la pirotecnia de su vuelo y majestad de su lenguaje.
En el trópico crece todo, la misma noche se agranda en el silencio o la transparencia del día ocupa su espacio infinito. Y todo se detiene para no ser lo mismo. Un reflejo de lo que ya no es o podría ser.
Las hormigas unen su cerebro de hormiga, lo colectivizan, cargan con su equipaje para garantizar su sustento cotidiano y manejan el camino de sus vidas ida y vuelta.
El Oso Perezoso tiene una vida difícil en la alterada ciudad que devora la selva y con el cemento se traga la naturaleza. Es el Neo-trópico, donde las chatarras adquieren vida y los desechos nos abrazan en las calles o en algún lugar de la casa. Con su dentadura perfecta, el Oso Perezoso se alimenta de termitas y equilibra con sus fuertes garras el tiempo que le rodea y reafirma en el círculo de ocio y vida. Entonces se inicia el reino de sus lentos movimientos para maravillarnos en el ballet de su mundo selvático y sobre todo, ante lo vertiginoso de estos tiempos. Se abraza al árbol, es lo que vemos, pero siento que en verdad es un encuentro con el tiempo y todas las lentitudes y espacios de la espera se reúnen allí en ese gesto repetido Es su espacio, de una rama a otra rama, ahí el tiempo pulsa su paciencia. La desesperación cae de rodillas, pesada como una manzana que nadie recoge, pero alguien siente desprender del árbol. Fruto lejano en el olvido de una mano.
Ritual de nuestra época, un tiempo que se aferra así mismo, y es estampida al mismo tiempo, sal y agua en nuestras manos. Cuando cruzo la carretera rodeada de la selva, por el área del Canal de Panamá, a la orilla de la berma, en los hombros de asfalto y a veces en el centro de la propia avenida, y veo muerto un Oso Perezoso, siento que el futuro se ha detenido.
Manejo uno, dos o tres kilómetros con la imagen del Oso Perezoso vivo, en su danza en cámara lenta por algún bosque con la alegría del tiempo que no sucede, y entonces por reflejo detengo el motor y bajo a mirar el bosque, a buscar un Oso Perezoso para reafirmar que el tiempo se ha detenido. Me interno en algún camino desconocido, ese recodo perfecto que me conduce a un gran silencio. Estamos perdiendo la batalla por el presente perpetuo. La realidad es una gran aficionada al fracaso. Es perversamente demostrativa.
Como si el tiempo lloviera tiempo, así cae la lluvia en el trópico, en un intento vano por borrar mi pasado, por limpiar tal vez el futuro o eliminar la sombra que abandona el sol al atardecer y oscurece el día. Estos son mis pasos perdidos, que esconden mis días.
El automóvil es el fetiche del hombre de ciudad y la máquina se sabe admirada, adorada y ocupa su lugar.
La ciudad le pertenece y cada día y hora convierte las avenidas en un mar de carrocerías y llantas en movimiento. Los animales y el hombre pierden su vida debajo de sus gomas humeantes o frente a sus latas desmiembran sus cuerpos.
Es lo más veloz que circula por la ciudad, a no ser que seamos el viento. Pero esas cuatro ruedas necesitan de manos y pie para desplazarse contra nosotros mismos.
La mañana está cargada de luz, siento como se abre mi persiana desnuda.
Rolando Gabrielli ©2006