La tarde tropical había caído silente, tibia, descuidada. Dejé que el tiempo no fuera más que un soldado vigilante de sí mismo. El silencio acumulaba su propio y ondulante espacio. Luego se recogía a la medida de su respiración. Rescotado en el sillón, una película del Viejo Oeste mataba mi atardecer y mi antigua cabellera Apache rodaba un filme en Colorado. El trópico cuenta con otras coordenadas y claves. La ciudad estaba vaciada en sus fiestas paganas, pero ni un eco llegaba a la sala. Más bien la humedad de un tiempo presente. El ocaso ya convertido en noche, rendía un homenaje a todos los vicios del olvido y de las nostalgias. Atrincherados en una vieja cabaña disparaban los blancos inmortales a los indios y la muerte soplaba lo que de aire quedaba entre sus costillas y el cielo. Yo me hundí en otro tiempo. Cuando ya no quedaba una gota de luz, decidí encender el abanico con su lámpara. De regreso a mi sofá, vi como serpenteaba una pequeña, elegante, hermosa coral al borde del mueble. Con sus anillos negros y ese rojo fascinante que invita a acariciarla fatalmente. Es como una amante despierta al deseo y a la vida. la miré fíjamente en señal de despedida. Siempre supe que debía hacerlo. No había mucho que titubear, ni llamarse a engaños. Antes de preguntarme por donde había ingresado, porque a una víbora no se le pregunta sus intenciones, decidí liquidarla. Y después pensé: Yo que nací en una aldea llamada Santiago de Chile donde las baratas (cucarachas para egfectos tropicales), se divisaban muy a los lejos y convivían con el complejo de la fealdad y de esa falta de afecto que se les tiene por repugnantes, escalofríantes. En el trópico las cucarachas se han doctorado, vuelan como princesas que no tienen tiempo ni espacio. sus cuerpos enormes, señoriales, acechantes, con sus largas antenas y esa plasticidad mezcla de bailarinas de ballet y contorsionistas de circo. Nadie se ha buslado más de mi en el trópico que estas emblemáticas damitas llamadas cucarachas. En las noches, ya durmiendo, ascendías estas princesas negras el sexto piso y rosaban la piel o la cabeza o se detenían sobre una pared o el techo. Había que levantarse y comenzar la persecusión. La torpeza del momento, malestar y sueño, permite que este insecto artista de la sobrevivencia se desplace sobre nuestras capacidades y termine por escabullirse. No siempre sale airoso, pero es de los más tenaces sobrevivientes de la tierra. Sobrevivientes de las bombas atómicas de Nagasaki e Hiroshima, como no iban a superar mis imprecisos zapatazos o ezcobazos. Nos llevan 200 años por delante.Las cucarachas pueden vivir cuatro días sin cabeza. Un mes sin beber agua.
De pronto, mientras observaba a la hermosa Coral, que había tenido la mala suerte de atravesarse en mi camino, pensé que la serpiente tiene mala fama desde los tiempos del paraíso. No hay serpiente inocente por principio. El sinuoso ofidio es castigado bíblicamente a arrastrarse por el fin de los tiempos. Y así fue cuando apareció un pequeño sapito. Tuve que acercarme para saber quién era en verdad. Impávido, venía de las páginas de otro cuento. Su presencia era comparable al silencio. Un pequeño principito surgió de la nada y se desplazaba en la miniatura de sus cuatro patitas. Había asombro en sus ojos. Un espacio luminoso y desconocido. Y comenzó a viajar por las balodosas, mientras la perra, lo miraba sin ninguna inocencia. El sapo encontró su propia salvación detrás del televisor, en medio de unos cables. Seguía merodeándolo, pero no tenía acceso al lugar. La noche venía de atrás del muro blanco. Lo sé. La selva tiene presencia y sabe llegar. Absorve. Late. Vive su tiempo. Conoce sus silencios. Su infinita paciencia la ha convertido en un libreto exacto. El sapito, que de alguna manera se sentía un convidado de piedra y en riesgo de ser devorado en este espacio desconocido, tuvo suerte que la perra se durmiera y soñara tal vez con que alguna vez se subió a esos mágicos patines y danzó frente al mar. se dejó llevar por el último cansancio y tedio, quizás, del dia. Ya la noche se había apoderado mucho más que de la casa. Rolando Gabrielli©2008