Había un fondo secreto quizás en la noche. Algún pensamiento bañado en el blanco de la casa detrás de los pinos. Más de una palabra convertiría el instante en realidad. Podía ser una mala foto, un enfoque inadecuado, la mirada de un aprendiz. Tantas variables para una observación desolada o autorizada por la ausencia. Una imagen refleja casi siempre lo que no es. El ojo deriva en una posibilidad más allá de lo real. Es más fantástico suponer que ver. Una interpretación frívola, es sólo ver a cierta distancia. El ojo se gasta en el objeto que domina pobremente. La imagen no se consagra al ojo, sino al pensamiento. El observador atento, casi profesional de la manía, debe sospechar y acercarse siempre con el corazón al objeto. Después puede adquirir la fe de la distancia y robarle la confianza a la noche con el desdén. Este giro frío lo aprendí de una fotógrafa que se transformó en mi favorita.
Tenía un pulso endemoniado, un tercer, cuarto y quinto ojo. El objeto se le presentaba en sus distintas dimensiones y ella entraba sin ruido, animada por su sexto sentido, para que la imagen soltara su expresión corporal, todo lo que la iluminaba por dentro y hacía brillar ante su ojo. Su proyecto consistía en restaurar la ausencia.
Me había enseñado la majestad del silencio, el no lugar y estar ahí al mismo tiempo. El truco consistía en no apurar el clic, dejarse llevar por lo que no se veía. Un raro pasatiempo de la comunicación introvertida, personal, íntima. Respiración, más que todo, donde sól oel aliento convoca esas raras sensaciones de estar y no ante el objeto buscado. No habían dos en su ojo, después del instante recobrado, podrían sucederse las interpretaciones que se quisieran. Antes, ella, y su aire de ausencia. Ese fatalismo de la posibilidad. Nadie se atravesaba ante su ojo para ser ignorado. Era una cazadora auténtica de lo que le golpeaba en la retina y ella no buscaba. Las imágenes caían sobre su ojo y las ponía a rodar en su memoria.
Si ella hubiese leído estos apuntes, observaciones poco profesionales, se habría sentido aludida, interpretada. No necesitaba mucho para saber como era ella misma. Pero no siempre leemos con el sentido de oportunidad que reclama una lectura y tal vez, benevolencia, para encontrar en algunas palabras la gratitud de lo que representan y reconocer al mismo tiempo por que fueron dichas. El flash no percibe todas estas sensaciones a pesar de su velocidad, pero es un buen recurso para captar lo que el ojo ubica con tenacidad.
Me había enseñado la majestad del silencio, el no lugar y estar ahí al mismo tiempo. El truco consistía en no apurar el clic, dejarse llevar por lo que no se veía. Un raro pasatiempo de la comunicación introvertida, personal, íntima. Respiración, más que todo, donde sól oel aliento convoca esas raras sensaciones de estar y no ante el objeto buscado. No habían dos en su ojo, después del instante recobrado, podrían sucederse las interpretaciones que se quisieran. Antes, ella, y su aire de ausencia. Ese fatalismo de la posibilidad. Nadie se atravesaba ante su ojo para ser ignorado. Era una cazadora auténtica de lo que le golpeaba en la retina y ella no buscaba. Las imágenes caían sobre su ojo y las ponía a rodar en su memoria.
Si ella hubiese leído estos apuntes, observaciones poco profesionales, se habría sentido aludida, interpretada. No necesitaba mucho para saber como era ella misma. Pero no siempre leemos con el sentido de oportunidad que reclama una lectura y tal vez, benevolencia, para encontrar en algunas palabras la gratitud de lo que representan y reconocer al mismo tiempo por que fueron dichas. El flash no percibe todas estas sensaciones a pesar de su velocidad, pero es un buen recurso para captar lo que el ojo ubica con tenacidad.
Ella fotografiaba la noche, la luna detrás de las ramas, por eso entiendo lo que quiere decir de alguna manera esta fotografía, o al menos, lo que su autor se propuso representar con sus escasos recursos. Una casa soleada en el día se recupera aparentemente en las sombras de la noche y parece estirar sus piernas en la soledad de esos oscuros instantes. Recostada bajo una luna que aún no le brilla, permanece inmóvil, con esa rara sensación de estar en otra parte, como si fuera pensada por alguien que no la conoce. La casa puede llegar a ser un objeto vivo en la imaginación de alguien, no sólo de quien la habita. Nos basta con una oscura imagen para pensarla y saber que detrás de las inmóviles paredes algo palpita y puede que nos pertenezca o creamos que compartimos esos látidos que la cámara nos pone a soñar. Alguien habita siempre un lugar, aunque exista el no lugar. La cámara, el ojo tal vez de esa espléndida fotógrafa, que es Ella, tal vez estuvo en esa tibia noche, donde el encuadre era el misterio de unos ojos distantes, pero próximos.
Rolando Gabrielli©2007