¿Por qué decidió morir de espalda de la noche?. No sabemos. ¿Un acto oscuro, puro humor negro? Difícil de traducir, como la naturaleza humana. Algo había de todo eso, dijeron. Las palabras tienen esa rara forma de desprenderse o reafirmarse en alguien, como si fuera un objeto. Yo miro desde afuera, guardando el respeto debido a mí mismo.
Se dejó ir, como un vehículo destinado a un barranco, precedido de ese aire solemne a violetas, y también de esa condición anónima que impone la última despedida.
No era una decisión, más bien un deber cumplido. Una lealtad hasta cierto punto oscura, pero desafiante al agujero de la noche, que olvidó por completo al partir.Un libro que cerraba su última página como si en verdad existiera ese punto final.
En estas situaciones se descarta todo asomo de ilusión y sería ingenuo pensar que lo sintió, y el abandono tiene ese mérito de desapego casual, apropiado a las circunstancias. Se va en la orilla de un suave terciopelo, como si el tiempo doblara en la esquina equivocada y retrocediera un pasado irrecuperable. El asombro no es la palabra justa, porque se arrastran contenidos no siempre airosos, nunca certeros, doblemente difusos, para no definir un capital verbal quie siempre está por hacerse detrás de las propias palabras que creíamos haber encontrado.
Un cuerpo vivo es un tesoro natural. Leo una crónica en un lugar de la provincia. Es papel sobre mis ojos, tinta negra. Respira, el cuerpo, no el papel, habla, camina, siente, desea, ama. (Me toco una mano con la otra mano, para saber de quien hablamos). Un cuerpo si supera los dos pies, sigue la crónica, logra diferenciar entre los tropiezos necesarios que trae escrita cada vida ante cada piedra que encontraremos en el camino (no la misma), entonces podrá echar a andar. Un cuerpo que camina es otra cosa, busca un espacio, respira la suerte de sus pasos, ronda el deseo, un signo solitario que va abriendo otros paréntesis, sumando atardeceres violetas, la voluntad de un nuevo día.
Nada se ha resuelto. Es un comienzo, como un beso en un aeropuerto mientras la Bella se despide con sus grandes ojos volados entre la confusión de pasajeros que la empuja y las noches en que fue ovillo de un mismo hilo de seda. Se sopla el tiempo en una playa lejana, mar, mar, los ojos detrás de la tibia agua que los guían. Nadie se pierde en el paraíso perdido siendo extranjero. No hay papeles para la noche nómade, sino para la serpiente que permanece frente al sol, arrojada a su destino. El atardecer que habían vivido juntos se disparaba en el último clic de la retina, un reducto absolutamente íntimo, caprichosamente sensorial, hincapaz de no pertenecer a un escenario que ya no ofrecía más que un capítulo final, sin ser novela. ¿Pero quién puede encuadrar un final a su manera y seleccionar los cuadros que van y no? Se supone que el blanco y negro predomina. Aparecen figuras que reúnen sombras, lugares desconocidos, otra luz abre lo que no se puede ver, pero existe un marcado ambiente de ausencia y la sensación de que algo se está atrevesando sin saber qué se toca, comparable a la rara sensación que nos deja la despedida de alguien amado. ¿Mucho material para editar, o una ráfaga fugaz de sensaciones atropelladas que son secuencia por donde se les mire?
La noche brilla como un papel celofán negro y permite el sueño. Ese casete automático que se dispara con video propio y nos deja esa peliculita que vivimos, pero no siempre recordamos.
La noche tiene una mirada para adivinar, signos, señales, sueños, un libreto para abrir en un cuarto y soñar con tu espalda desnuda. Ahí uno es el director y los cuadros van pasando con cierta necesaria morosidad, para sentir la textura y el placer del objeto deseado, la cosa sobre la cosa, suspender el aire en un sólo largo aliento y borrar el tiempo como si en verdad se pudiera o tuviera alguna importancia, porque lo que está pasa, es porque fue. Todo está siendo hasta llegar al futuro y convertirlo en presente, lo único que cambia es que lo que viene, tiene el encanto de la espera de lo desconocido, el imán pegajoso de la sorpresa y que convierte en corriente eléctrica ese paso hacia lo desconocido.
Dejar que la noche se convirtiera en su propia oscuridad. No caer en el desacierto frívolo de descifrar sus penetrantes ojeras de hembra sabia. Evitar la curiosidad de pulsarle las entrañas, donde más le duele y le produce el infantil goce y temor a una oscuridad que siempre debiera ser libre. No permitirle ser débil, sino más bien cómplice, si no más bien, oscura, como en verdad es de nacimiento, sino más bien dejar que la noche progrese en su silencio. No hay misión cumplida para un espejo que repite la misma imagen hasta que el vidrio se adelgaza y triza o deja de mirar con la misma franqueza de su juventud. Es el reflejo que a veces nos observa con mayor intimidad y pareciera no abandonarnos, como una segunda imagen retenida. Así la noche entrega también sus pequeños espacios, el encanto de su aparente impenetrable oscuridad.
Se había descolgado del trapecio, esa noche, de espaldas al público, por última vez, porque la mujer lo había traicionado y decidió entonces dejarse ir en un vuelo final, desprovisto del más mínimo temor, como si un cuchillo traspasara el aire y él siguiera envuelto en su antigua gloria inmortal y sostuviera los últimos centímetros, gramos del tiempo que le quedaba por gastar. Ella venía alegre de una cena y se había ido con otro, poco antes de la última función.
Rolando Gabrielli©2006