jueves, enero 18, 2007

EL TRAPECIO DE LA NOCHE

¿Por qué decidió morir de espalda de la noche?. No sabemos. ¿Un acto oscuro, puro humor negro? Difícil de traducir, como la naturaleza humana. Algo había de todo eso, dijeron. Las palabras tienen esa rara forma de desprenderse o reafirmarse en alguien, como si fuera un objeto. Yo miro desde afuera, guardando el respeto debido a mí mismo.
Se dejó ir, como un vehículo destinado a un barranco, precedido de ese aire solemne a violetas, y también de esa condición anónima que impone la última despedida.
No era una decisión, más bien un deber cumplido. Una lealtad hasta cierto punto oscura, pero desafiante al agujero de la noche, que olvidó por completo al partir.Un libro que cerraba su última página como si en verdad existiera ese punto final.
En estas situaciones se descarta todo asomo de ilusión y sería ingenuo pensar que lo sintió, y el abandono tiene ese mérito de desapego casual, apropiado a las circunstancias. Se va en la orilla de un suave terciopelo, como si el tiempo doblara en la esquina equivocada y retrocediera un pasado irrecuperable. El asombro no es la palabra justa, porque se arrastran contenidos no siempre airosos, nunca certeros, doblemente difusos, para no definir un capital verbal quie siempre está por hacerse detrás de las propias palabras que creíamos haber encontrado.
Un cuerpo vivo es un tesoro natural. Leo una crónica en un lugar de la provincia. Es papel sobre mis ojos, tinta negra. Respira, el cuerpo, no el papel, habla, camina, siente, desea, ama. (Me toco una mano con la otra mano, para saber de quien hablamos). Un cuerpo si supera los dos pies, sigue la crónica, logra diferenciar entre los tropiezos necesarios que trae escrita cada vida ante cada piedra que encontraremos en el camino (no la misma), entonces podrá echar a andar. Un cuerpo que camina es otra cosa, busca un espacio, respira la suerte de sus pasos, ronda el deseo, un signo solitario que va abriendo otros paréntesis, sumando atardeceres violetas, la voluntad de un nuevo día.
Nada se ha resuelto. Es un comienzo, como un beso en un aeropuerto mientras la Bella se despide con sus grandes ojos volados entre la confusión de pasajeros que la empuja y las noches en que fue ovillo de un mismo hilo de seda. Se sopla el tiempo en una playa lejana, mar, mar, los ojos detrás de la tibia agua que los guían. Nadie se pierde en el paraíso perdido siendo extranjero. No hay papeles para la noche nómade, sino para la serpiente que permanece frente al sol, arrojada a su destino. El atardecer que habían vivido juntos se disparaba en el último clic de la retina, un reducto absolutamente íntimo, caprichosamente sensorial, hincapaz de no pertenecer a un escenario que ya no ofrecía más que un capítulo final, sin ser novela. ¿Pero quién puede encuadrar un final a su manera y seleccionar los cuadros que van y no? Se supone que el blanco y negro predomina. Aparecen figuras que reúnen sombras, lugares desconocidos, otra luz abre lo que no se puede ver, pero existe un marcado ambiente de ausencia y la sensación de que algo se está atrevesando sin saber qué se toca, comparable a la rara sensación que nos deja la despedida de alguien amado. ¿Mucho material para editar, o una ráfaga fugaz de sensaciones atropelladas que son secuencia por donde se les mire?
La noche brilla como un papel celofán negro y permite el sueño. Ese casete automático que se dispara con video propio y nos deja esa peliculita que vivimos, pero no siempre recordamos.
La noche tiene una mirada para adivinar, signos, señales, sueños, un libreto para abrir en un cuarto y soñar con tu espalda desnuda. Ahí uno es el director y los cuadros van pasando con cierta necesaria morosidad, para sentir la textura y el placer del objeto deseado, la cosa sobre la cosa, suspender el aire en un sólo largo aliento y borrar el tiempo como si en verdad se pudiera o tuviera alguna importancia, porque lo que está pasa, es porque fue. Todo está siendo hasta llegar al futuro y convertirlo en presente, lo único que cambia es que lo que viene, tiene el encanto de la espera de lo desconocido, el imán pegajoso de la sorpresa y que convierte en corriente eléctrica ese paso hacia lo desconocido.
Dejar que la noche se convirtiera en su propia oscuridad. No caer en el desacierto frívolo de descifrar sus penetrantes ojeras de hembra sabia. Evitar la curiosidad de pulsarle las entrañas, donde más le duele y le produce el infantil goce y temor a una oscuridad que siempre debiera ser libre. No permitirle ser débil, sino más bien cómplice, si no más bien, oscura, como en verdad es de nacimiento, sino más bien dejar que la noche progrese en su silencio. No hay misión cumplida para un espejo que repite la misma imagen hasta que el vidrio se adelgaza y triza o deja de mirar con la misma franqueza de su juventud. Es el reflejo que a veces nos observa con mayor intimidad y pareciera no abandonarnos, como una segunda imagen retenida. Así la noche entrega también sus pequeños espacios, el encanto de su aparente impenetrable oscuridad.
Se había descolgado del trapecio, esa noche, de espaldas al público, por última vez, porque la mujer lo había traicionado y decidió entonces dejarse ir en un vuelo final, desprovisto del más mínimo temor, como si un cuchillo traspasara el aire y él siguiera envuelto en su antigua gloria inmortal y sostuviera los últimos centímetros, gramos del tiempo que le quedaba por gastar. Ella venía alegre de una cena y se había ido con otro, poco antes de la última función.
Rolando Gabrielli©2006

martes, enero 16, 2007


UN CAMIÓN DE LUCIÉRNAGAS
Rolando Gabrielli©2006
La larga cuncuna simpies partió de la Estación Dormida, una mañana de domingo, tibia, tropical, húmeda, feliz, por tratarse de estos tiempos difíciles. El maquinista, el Dragón Comodoro, tomó el control del volante del primer Macks rojo, apenas se apagó el humo de su café negro, una taza amarilla que solía usar en las mañanas antes de un viaje largo. Sonrió por última vez e hizo señas en señal de partida.
Miró por última vez hacia tras la larga hilera de camiones que completaban el cuerpo de la cuncuna que él lideraba entre las montañas y un vasto campo verde, donde se escondían secretamente las orquídeas. Encendió la emisora, y le entró una música vieja que comenzó a inundarle el corazón de nuevas sensaciones: Amor, espera, siempre vuelve la primavera/ Tú eres el motor de esta máquina de cuatro ruedas/ empújame que al cielo llegaremos/ juntos ya vamos volando, te lo aseguro,/ llegaremos en nubes de plata/ Amor, espera...Y así se fue tarareando cuando dio la orden de partir.
Hurra, gritaron todos los camioneros. Había una extraña, creciente felicidad en sus corazones. Una luz en sus rostros no fácil de describir. La cuncuna motorizada se puso en marcha por fin. Irían en círculos hasta llegar a la cima de un pueblito. Llevaban una carga secreta, única. Durante toda la noche los hijos del Dragón Comodoro y sus amigos habían estado recogiendo la mercancía.
Sólo un camión llevaba ese luminoso cargamento y todos los demás iban vacíos en señal de protección. El pueblo llevaba tres días sin luz en la cima y se estaba muriendo la gente de oscuridad. Había que vaciar un camión de luciérnagas, para que volvieran a vivir.

domingo, enero 14, 2007

UN BAR DE JUGOS LÁCTEOS


El otro día entré de noche a un Bar de Jugos Lácteos. Detrás de la barra se destacaban unas servilletas rojas, grandes botellas azules repletas de yogour y las sonrisas animadas de unas muchachas frescas con sus senos de medialuna. No cabía una oración en sus apretados cuerpos, esa manera de quienes se sabe no existe el tiempo y se puede llegar a viajar un instante al paraíso o al infierno. Adoradas criaturas que relegan a un segundo y tercer plano el inmobiliario, el escenario material que les rodea y ellas comparten con sus cuerpos gráciles.
Estaban ebrias de amor las meseras, robadas por la noche sus corazones, sus delantales olían a frambuesas y manzanas doradas por el viento del verano que se negaba a partir.
Las ventanas de vitreaux producían ese raro ambiente eclesial bañado por la tranquilidad y unas sombras no tenían parecer apuro, olían a chocolate, y se presentaban dulcemente oscuras en su contraste dibujado en el aire y en el reflejo sobre las paredes.
Casi todas las mesas estaban vacías: observé un detalle: Desayuno nocturno. Esta mesa no requiere de reloj, asomaba otro escrito con una letra infantil. Más allá, en una orilla de una cubierta: las fresas de noche son más rojas. La mesa más enigmática, esa que uno supone flotando como una estrella invisible, y la ve sóla, aislada, detrás de una esquina, arrojada casi al vacío, permanecía en verdad unos cuantos centímetros próxima al no estar. La imaginé con una pareja encantadora.
Ella, con unos ojos robados a la eternidad, cruzaba sus hermosas piernas blancas bañadas de una nieve tibia, y se instalaba sin tiempo, ni preocupaciones, en un desayuno que le agradaba de una manera que no podía describir, pero que reflejaba en su rostro de adolescente, aunque superaba por un margen razonable los 40 años. Él, miraba como un duende encantado el aire que los cruzaba y respiraban ambos, como si vinieran de lejos y tan cerca se encontraran y la escena estuviera descrita para la realidad y nostalgia. Llegué a imaginarla con una bata roja saliendo del baño, pero ese es otro relato y encuentro tal vez.
Sobre la mesa vacía decía simplemente: haga esquina con el desierto, su helado para esta noche no existe, imagínelo. A ella le encantaba el yogur, suponía, no se por qué haber compartido uno de esos desayunos frente al mar, iluminados por sus deseos y su manía de derrochar una gracia absolutamente descomplicada, empujada por su piel. Un espacio sólo para imaginar, un lugar donde quizás la cita imaginada ya había ocurrido, una mesita que volvería a repetirse seguramente en otro lugar con el mismo deseo de compartir. (tantas veecs uno se promete un desayuno con la mujer amada y no ocurre.) No es que sea amigo de los paréntesis, pero suelen ser neecsarios.
De alguna manera me llegaba el rumor al mar y eso me bastaba para sentirla verdaderamente.
La noche de afuera cumplía con todos los requisitos. Ese lugar oscuro, alto, ancho, que cae vertical y de todas formas, agrupado en todas las oscuridades posibles. Fría, inhóspita, solitaria, oscura, oscura, como debe ser la verdadera noche en una calle que no nos pertenece y ella misma se deconoce.
De adentro, la noche respira de otra manera, en la asfixia personal, la calma generalizada, late,e scupe identidad, y aspira el aire lento, nocturno de su propia noche.
Las sonrisas tomaban el color de los helados y casi se derretían y volvían a los labios rojos, anaranjados, chocolates, mentas, a marcar un brillo extraño, pero agradables de asociar a los mejores días de nuestra infancia.
Las luces de neón reflejaban en las ventanas esa luz fría del anochecer, que el neón sabe focalizar en los lugares que necesitan hacer un espacio a la claridad, al tiempo suave que entra por alguna rendija de la vida en algún momento.
Fue cuando en verdad sólo quería verte deslizando con tus largos dedos la persiana de un día cualquiera para adentrarnos a la vida como en verdad deseamos, sin límites, cerrando tus ojos frente a mí.