HOMENAJE AL SUPERMAN DE LA ANTIPOESIAMuchos me preguntan si está vivo Nicanor Parra. Les digo, como Neruda, la Mistral, Huidobro, De Rokha, G. Rojas, Hahn, Teillier, Lihn y pare de contar. Sólo que atraviesa las noches en Las Cruces con la calavera de Hamlet en el Pacífico chileno, y en un mundo lleno de terror, es el único poeta autorizado para detonar artefactos, poéticos, indudablemente.
Parra, me convencí, no cree en la muerte, él la va a enterrar y le recitará su poema de Lázaro, y si aún así no comprenden su 'inmortalidad', la rematará con un epitafio: me gustas cuando callas.
Hijo del insomnio nerudiano, Nicanor Parra, lorquiano, corazón, y parriano por obligación, vino a este mundo a pedalea por el hondo y peludo camino de la poesía entre rosas y espinas, violetas y nomeolvides, desde San Fabián de Alico a Oxford, pasando por La Reina, el Pedagógico de la Universidad de Chile, Nueva York, Pekin y Moscú. La entrada a Estocolmo se le negó dos veces, antes del cantar de un gallo, y aún así, el muy bribón también lo niega. No hay primera, sin tercera, y Nicanor va otra vez a la pecera de Estocolmo.
Pero ahí está aún, vivito y coleando, hombre de primeras planas, en un país en que la poesía naufraga como una prima dona por la Vega Central, quiere flores señorita, del brazo de un cabo de la comisaría de Renca, huérfana, pálida, enjuta, llena de amores y absolutamente olvidada hasta por los cementerios. Es uno de nuestros grandes mitos en extinción como el desastre de Rancagua, la inmortal gloria del fracaso.
A Nicanor, antes de morir, el municipio debiera entregarle las llaves del cementerio para que haga a solas sus arreglos, explique las tardanzas, se comunique con sus colegas, les cuente como está la cosa en tierra firme, y los entere del smog, un oxígeno que los chilenos disfrutan como si ya todos estuvieran enterrados.
Un último servicio de poeta sería escribir una Oda al smog y recitarla bajo tierra, porque este es en verdad uno de los grandes vicios del mundo moderno, asfixiarse por cuenta propia. La vos gangosa y más famosa del Chile poético del siglo XX, le acompañaría en un dúo subterráneo
El país podría recoger de la atmósfera el suficiente material para hacer y exportar bombas lacrimógenas, ya que es un exportador neto hasta de lombrices. A globalizar el mercado del smog, una de las tareas de la antipoesía. Nicanor Parra se muere de la risa con Hamlet en Las Cruces. No le teme cruzar el río, dice, al otro lado estará Roberto, su hermano, esperándole con su guitarra y la Violeta, la viola chilensis, en un canto profundo de dolor y tierra. La vida es un guijarro callado y alegre.
El hombre está tocando aún la Cueca más larga de Chile, es un poeta long play. Simplemente un larga duración. Se ha declarado inmortal y no acepta velas, ningún entierro
El hombre que dijo, entre Huidobro, Neruda y de Rokha, que él no tenía velas en ese entierro, sigue vivo y coleando, pulsando lo cola del Dragón de la poesía.
¿Quién dijo que la poesía estaba en un ataúd lleno de rosas lista para ser enterrada?
Sigue creciendo en los viñedos de Parral, en el Valle de Elqui, Cartagena, bajo el smog de Santiago flotan sus raíces y en Las Cruces, vive con la muerte. Parra, el último retórico
Nicanor Parra es como el bolero, está siempre despidiéndose. El hombre estruja los calcetines de su poesía. Le arranca la propia retórica, un último grito al cisne, y las cenizas del Ave Fénix son parrianas. Upa, chalupa, le dice a la antipoesía. Se retira, pero sigue jugando. Pacta con Las Cruces, pero no con la cruz. Es un nuevo mar silencioso entre sus dos pares: Neruda y Huidobro, un paso a la izquierda y otro más allá, el que primero dieron ellos, los grandes fantasmas de la poesía chilena.
Parra es un aventajado de la Capitanía General de Chile. Se conserva como la estrella solitaria. Juega póker con Hamlet, y se distrae con sus monólogos frente a un tablero de ajedrez vacío. Sólo le queda apostar contra sí mismo y que lo hace muy a menudo. Ya no viaja, dice, al parecer gira sobre su propio círculo, cavando un pozo para su nueva retórica, como el taladro sobre el asfalto. Poco visitado, poeta solitario, anacoreta, Parra es su propio bumerang.
Ha sido tan parriano como ha podido. Fiel a sus uvas. Hay que conocerlo para saberlo. A los 91 años, cumplidos en septiembre, decidió lanzar, sus obras completas. A la semana siguiente, si aún le queda cuerda, escribirá un Opus para seguir con la leyenda, que puede haber una Obra Gruesa, pero no completa.
Parra no sólo es un poeta vivo, sino vivazo. Reencarnado en Rojas Jiménez, Romeo Murgas, Carlos de Rokha, Omar Cáceres, Rubio, se ha propuesto a sobrevivirnos a todos y de seguro nos prepara un antipoema para lanzarnos como uno de sus artefactos, si fuéramos el hombre imaginario.
Parra no se compondrá ya a estas alturas. Ni hace falta, dirá. Está aferrado con dientes y muelas como un recién nacido. Su mirada es la de un águila que no cree en la inocencia. Sólo un millón de homenajes después de muerto podría silenciarlo en parte. Una catarata de aplausos como un maremoto. Un alud de discursos en la Sociedad de Escritores de Chile (SECH), a puerta cerrada. Un paseo por las afueras del Pedagógico de la Universidad de Chile, junto a los terribles Plátanos Orientales. Es inmortal el aintipoeta.
Parra prefiere dar vueltas y vueltas entre paredes blancas con su cuaderno de notas. Le obsesiona, es drogadicto, dice, de la página en blanco. Lo describen como un marciano con sus pantalones verdes. Parra no cree en cementerios. Ya Chile los ha tenido a lo largo y ancho, Norte a Sur, de todos los colores, sabores, dolores, horrores. En alguna esquina infernal de Chile, en otro sentido, con distintas motivaciones, alejado de toda antipoesía, Augusto Pinochet cuenta sus días. Es el autor de la Cueca del terror más larga de Chile, y que nos perdone el antipoeta. Ese huaso se fue de mano y claveteó el gran ataúd de Chile. Este es Chile, mi hermosa Patria.
Parra es otra cosa. Un poeta con más vidas que un gato. No se le ve pasar bajo una escalera desde sus días de infancia en San Fabián de Alico, cuando su hermana Violeta Parra se untaba el delantal con maqui. El antipoeta está en sus plenos cabales en una nueva aventura frente a la página en blanco. Según confesiones propias, hace 19 años no edita, desde que publicó Hojas de Parra, y en cada intento vemos sorprendentemente que intenta apagar el sol con los dedos de una mano. Es Parra en su última retórica, un hueso duro de roer.
Nació en Chile, de padre y madre chilenos, y hermanos también. Profesor de Mecánica Racional, con estudios en la Universidad de Chile y en Oxford. Laureado de Sur a Norte, pasando por Madrid, Londres, México y Nueva York. Cuando Mario Benedetti lo entrevistó poco después que le habían otorgado el Premio Nacional de Literatura en su casa de La Reina, en las faldas de la Cordillera de los Andes, el escritor montevideano creyó que Parra se suicidaría en cualquier momento. Nos engañó a todos, más bien cada día nos entrega una fórmula para seguir viviendo.
Parra no ha creído en el límite de la imaginación, sí, en el ejercicio, experimento per se en el poema (antipoema). Calcetines guachos es su más reciente intento por decir, nombrar, poner las cosas a su manera en la página en blanco. Ese pan está aùn en el horno. Un Parra para el 2007, disparando los cartuchos de un oráculo que se resiste a quedar ciego.
El antipoeta vela las armas de la antipoesía, día y noche, en el blanco mesón de su posada:
Nicanor Parra.
El antipoeta no está ciego como el Oráculo de Delfos,
vela la antipoesía en la noche de su última posada,
no deja rastros, no deja huellas, rastrea el poema,
enciende una vela a la próxima primavera,
oscurece el cuarto lo que del día le queda,
no cree en las ventanas y sin embargo las abre
a ciega, a ciegas se entrega a algún corazón
y se reconoce en el espejo de la hermana muerta.
No es profeta, no es carpintero,
es un soldador de palabras,
recicla en las noches lo que produce su nevera,
el poema crece bajo la tierra y nadie ve sus raíces,
inmenso sol rojo que sólo la amada reconoce.
Un astronauta que no vuela más allá de la parcela
del poema, siembra su luna, ciega el trigo negro
de su último invierno,
el antipoeta nunca llora.
Rolando Gabrielli©2006
Vivito y parreando en los noventa, poeta (deshojando sus margaritas)
Nicanor Parra ha tomado el rostro enigmático de la picaresca de un pirata que se ha robado el fuego de la poesía y que aún al borde de su abismo en los 90 de su larga vida, listo para cruzar el río, es nuestro Hamlet más parecido al inmortal príncipe shakespereano. Toca la guitarra con su pequeña cítara clandestina en Las Cruces, entre Isla Negra y Cartagena, la poesía de su propia cuerda, decidida después de cavilar sobre los restos del pentagrama de su Cancionero sin nombre.
La vida lo ha puesto en más de una imprudencia como la de llegar a los 91 vivito y parreando, y nos guiña un ojo con su melena blanca envuelto en cenizas, más clandestino que público, en el sacerdocio de sus días, junto a un pequeño altar donde homenajea la antipoesía y las uvas, fruto de su memoria.
Parra fue golosina de los críticos durante años, un pretexto en el Chile formal, ambiguo, oblicuamente democrático, pajoso en el verbo del conformismo, despiadado a la hora del té inglés, pero vino el físico racionalista a hacer su trabajo de “demolición”, como solía decirnos en sus informales, cotidianas, ocasionales conversaciones. Demoler lo que denominaba el viejo edificio de la poesía, la tradición, la capa y la espada, lo que tronara a su alrededor, porque él traía un nuevo lenguaje, una cocina diferente con otro menú, la salsa de sus propias confesiones, hallazgos, propuestas y el humor que no abandona ni aunque cayera en estado comatoso.
Un asmático, Parra, que no perdió oxígeno, ni titubeó para llamar las cosas y la poesía por su nombre. Urdió en su casa de La Reina, en las faldas cordilleranas de Santiago, en una pequeña casa de madera, como un Robinson Crusoe, su teoría temeraria de la antipoesía, que tenía sus orígenes en algunos adelantados chilenos, Pesoa Véliz, Huidobro, en el esbozo del futuro gusano parriano. Y no se detuvo. Obsesionado como un científico, buscaba su fórmula, la alquimia de su propio verbo, un lugar común para su oficio de intérprete de las cosas diarias, lo que le ocurre al hombre, a la mujer en sociedad, como individuos, pareja, a este universo golondrina que no hace verano, cuyas baterías de luciérnaga parecieran estar apagándose.
La poesía a la que concluyó Parra, siempre en experimentación, que tanto ha influido en América, incluida Estados Unidos y que poco se conoce en España, cuna clásica, ortodoxa, acartonada muchas veces, es universalmente chilena: made en Chile.
Parra se explica a partir del minotauro Neruda, de todas las corrientes mistralianas, huidobrianas, y más atrás, desde luego en su propia búsqueda constante, confrontacional, porque el poeta de Obra Gruesa nunca dejó de marcar su territorio.
Eso le ha enseñado Nicanor Parra a las futuras generaciones: marcar el territorio, aunque parezca que la cancha ya está rayada. En un territorio tan largo, de profundas fosas marinas, paisaje de extremos, variados climas, no era fácil encontrar un sitio en la poesía chilena que no tuviera vista al mar nerudiano o a la cordillera mistraliana, o al profundo valle huidobriano. Parra se las ingenió finalmente, cavó su propio sepulcro, se instaló como un cadáver exquisito en la primavera chilena. Sin oficialismo de ninguna naturaleza, a capella, en el sacerdocio del Yo.
Ahora, dizque anacoreta, lejos de la gloriola huidobriana, de la vaca sagrada nerudiana, del trueno rokhiano, pero aspirante al Nobel de Literatura, desde el oráculo de sus costas, siempre mil veces Parra. Y se lo merece, dijo Harold Bloom. Ahora, cuando cumpla los 92 en septiembre, este año, quizás la Academia Sueca le rinda un nuevo homenaje a la poesía chilena en el antipoeta. Parra sigue en carrera como en sus mejores tiempos, aquellos días celebrados en Estados Unidos ante una treintena de poetas del mundo e invitado a la Casa Blanca, a un té con Patricia Nixon. Fue una época hostil para el autor de Versos de salón, La camisa de fuerza, La cueca larga, porque después tuvo que subirse a la montaña rusa. Eran tiempos de la Guerra Fría, donde no se permitía “ningún desliz”, en los días que se bombardeaba Vietnam con napalm.
Parra, desde su aparente retiro, editará este año sus obras completas, un acto absolutamente antiparriano, pero en el rescate del escenario perdido, después del Cervantes otorgado al nada manco de Gonzalo Rojas. La edición de sus obras completas es un nuevo acontecimiento para la poesía chilena y castellana. En julio próximo, en el corazón del centenario de Neruda, edita su primer tomo. Parra es Parra, se las sabe todas y si no, las ineventa.
Lúcido, como de costumbre, actualizado, lector, oportuno en sus anécdotas, refranero, kafkiano, hamletiano, parriano a las mil maravillas, Parra se dispuso destripar las metáforas y coincide con Neruda hasta el final al admitir que el poeta es uno más del montón. Con espuelas de huaso chillanejo monta sobre el cisne y lo pone a graznar en su lenguaje, y se olvida del “ilusorio” mundo poético de la tradición y el establecimiento verbal.
Hace 50 años que Parra bautizó la antipoesía, al menos se embarcó en ella, venía de un mundo lorquiano, en medio de los grandes mandarines de la poesía chilena, desplazado inclusive por Gonzalo Rojas, uno de sus pares, y ha pasado mucha agua bajo el puente de su poesía. Aventajado discípulo de Kafka, desconcertante juglar de los tiempos modernos, sobrevivió los días ácidos de la dictadura, envuelto en llamas en su propia carpa, en ese circo romano, vestido con su trajecito de primera comunión y sacando la lengua.
Le faltaba la mosca al chocolate de la poesía chilena y Parra se la puso a revolotear. Trajo una nueva atmósfera, un espejo al revés desde el ángulo de su trizadura. Poesía como bandadas de pájaros de Hitchcock o las sillas desoladas de Ionesco, engavetada en el castillo de Kafka, aún Parra sigue deshojando sus propias margaritas. Después de los crepúsculos nerudianos, del folletín amoroso de los 20 poemas, de las Residencias, de los Sonetos de la muerte, de los últimos poemas huidobrianos, del de los ataúdes llenos de violines De Rokha, Parra, Parra trajo sus propios vicios e instaló el organillo de la antipoesía.
Se fue a los parques, cementerios, a los lugares más públicos, trazó su pista como si fuera un circo circular, en espiral, un pozo de muchas bocas, una bóveda llena de ángeles y demonios.
El profesor de física racional, del Chillán terremoteado, con su nariz de boxeador acomodado en las cuerdas de la Cordillera de los Andes, se instaló con lápiz y papel, libreta en mano, a buscarle la quinta pata al gato de la poesía tradicional. Todo el desierto, el mar y los confines del sur parecían arados por Neruda, la Mistral, Huidobro y De Rokha. Amén de los españoles ya conocidos, que habían trillado todos los romanceros, vanguardias y sus afines.
Nicanor Parra buscaba su poesía y personaje, otra dimensión, otro piso psicológico, desde el entretecho al subterráneo, se movía además en una dimensión irónica sin concesiones, ambigua, un salto sobre el espejo trizado de la realidad, Parra “hacía de las suyas con la palabra”, lo que buscaba, su propio calidoscopio: hechos y no palabras, el abandono de la metáfora. Neruda era su principal referente, ángel y demonio. Medio siglo “demoliendo el pasado”, construyendo su escenario, pocos en su tenaz camino de herrero, Parra, pedaleando día y noche como un organillero de pueblo, metódico, con un ego de príncipe italiano, vestido en Falabella, creyó recoger la última rosa en el andén de la poesía chilena.
Rolando Gabrielli©2006