José Cuevas, un poeta cimarrón, chileno, dejó la filosofía,
por ser un invento demasiado antiguo,
no por vieja, sino inútil fantasía,
en un país sin piso, ni memoria, ni ley.
A él le gustaba el rock y se montó
en esas partituras de los sesenta,
voló en el blue jeans,
su pequeña gran historia,
cuando era ex poeta
y solía declararse vivo,
con una garganta de oro,
entre Santiago y Valparaíso.
Yo lo conocí agrio, descreido,
de espalda a su tiempo,
en el Pedagógico de la Universidad de Chile.
Todos nos creíamos un poco santones,
de nuestras inconfundibles miserias,
el país aún no presentaba
las grietas cardiovasculares
por donde Drácula nos chuparía la sangre.
Yo hablo de la primavera del 73,
la fiesta de la muerte,
la cueca del muerto solitario,
del Mapocho putrefacto,
del país que se nos iba
sudando por un sobaco negro,
barranco abajo.
Un largo sangrante mugriento hilillo,
el río de la muerte,
el cuerpo de Chile, un delito,
de Norte a Sur
en la brújula desdentada
de la nueva república.
Con este paraíso lidiamos dos años,
José Pepe Cuevas se quedó
componiendo una música rara,
poesía de desecho, materiales usados.
Se abusó del silencio
más que en toda la historia republicana,
la palabra arodillada
recibió un tiro de gracia.
La muerte siempre nos guiñó un ojo,
la vida vivía en un nido imaginario.
todo se lo devoraban las ratas,
cada noche más oscura
que la anterior,
participaba el país en un concurso
de carrozas muertas, sin jinetes
en la Estación Terminal de Chile.
José Cuevas se transformó
en un habitante
del País de Nunca Jamás,
en búsqueda de la memoria perdida.
General Velásquez/Avenida Matta/Matucana/
las calles de la podrida
Capitanía General,
Santiago del Nuevo y Viejo Extremo,
proscrita por el tiempo,
la gracia de la muerte,
algunos se quedaron
coagulando la noche espesa
de la Colonia Penal.
La Capitanía por fin,
recogida en sus sábanas,
huérfanas del atardecer,
qué magnífico paisaje, poeta.
Rolando Gabrielli©2006