El poeta Efraín
Barquero era uno de los secretos más importantes de la poesía chilena,
silencioso, humilde, sencillo, profundo, auténtico, como una vasija de greda.
En medio de la soledad, aislamiento, incertidumbre que produce el avance mortal
del coronavirus en el mundo y en especial del continente americano, me entero
de la triste noticia de su fallecimiento en Santiago de Chile. En mi último viaje
a Chile, después de más de tres décadas, a una de las personas que busqué
infructuosamente fue a Efraín. Como
todas mis búsquedas, fue una inútil incursión kafkiana por una ciudad donde nací
y que desconozco, pero sobretodo a sus habitantes. Qué país tan extranjero, me
dije una y otra vez, recorriendo sus calles, atravesando sus puentes, volviendo
a algunos barrios, la Universidad, preguntando por esto y aquello, hasta
identificarme con los emblemáticos cerros enclavados en su corazón, algunas estatuas
absolutamente cordiales, siempre con el mismo humor y mirada sincera. Caminé
por providencia, pregunté en la Sociedad de Escritores de Chile, donde pasamos
un tiempo fantástico con Barquero,
Teillier, Deslano, el Chico Molina, Rolando Cárdenas y algún otro parroquiano
en aquellas noches brillantes de poesía, en tiempos de carpediem. Por ese
entonces, mediados de los sesenta, yo vivía en casa del poeta Waldo Rojas y en
su inmensa, privilegiada, selecta biblioteca conocí los primeros libros de
Barquero, La compañera, Los vientos del reino, que el propio Waldo elogió. Las
noches y lecturas continuaron, se sumaba una eufórica colorina, magnífica poeta, vinculada a Parra y
a Jodorosky en su juventud, Estela Díaz Barín. Con Barquero teníamos química, quería que me fuera a su
casa en Lo Gallardo a escribir poesía, allá vivía con su compañera, que nunca conocí
más que en el célebre poema. El poeta la tomó de rostros pobres, no sabe su
nombre, le basta que sea joven laboriosa, sana, bella y como los árboles teje
ella misma sus vestidos.
Si he de tener
contigo un hijo/que éste llegue/cuando nuestra casa sea toda la tierra. Son versos de su libro La compañera, cuanta vigencia más de setenta años después y cuanta
contemporaneidad para estos días de
incertidumbre, de una tierra tan agredida, de inseguridad y de un futuro que no
pareciera interesarse por lo que hace el hombre en y con el planeta. Libre albedrío,
el más libre, a la estupidez, banalidad del mal, distòpica en el literal sentido
de la palabra. Barquero, de origen
campesino, como dice Neruda en el prólogo de su primer libro La piedra del pueblo, 1954, trabajaba con las materias y elementos
simples, cotidianos, el reflejo de los días
sobre la mesa familiar donde compartía
el pan y el vino, con esa naturalidad de lo esencial. Vivía como poeta, sentía la
vida y la transformaba con sus palabras. Silencioso como los sueños o las
huellas que dejan las aves cuando cruzan el amanecer en las montañas, en los
caminos silenciosos del campo chileno.
Integró la excepcional Generación del 50, conformada por
Miguel Arteche, Enrique Lihn, Jorge Teillier y Armando Uribe Arce, originales,
esenciales, diversos, un capítulo extraordinario del silabario poético chileno
del siglo XX y que concluye en la segunda década del siglo XXI con la reciente
partida de uno de sus prominentes
miembros que cierra el círculo virtuoso. Una poesía honesta, podría llamarle en
una espontánea reflexión frente a mi ordenador,
profundamente transparente, de arraigo
al Chile de adentro, el cual
siempre formó parte de sus raíces, aún en el lejano oriente donde vivió y escribió durante unos años, sin perder la chilenidad.
No sufrió la transformación del veneciano Marco Polo que regresó de China, aún
en harapos, con un aire mongol a los muelles venecianos, como relata la
historia. Barquero, cuando lo conocí, vi una mirada franca hacia la verdad en búsqueda ”del
eterno presente”, como dijo más de alguna vez y él mismo se retrataba en su
palabras. Lírico, lirico, lo que puedan decir los críticos, trabajaba con los
materiales sin artificio, humanizaba el
lenguaje, la conversación cotidiana, la amistad y reflejaba la paz interior de
su poesía. Hizo oídos sordos a la influencia de poderosos poetas, Neruda,
Huidobro, Parra, y escuchó a su corazón y puso atención a sus orígenes. Recuerdo que en una antología que hizo Alfonso Calderón,
en una entrevista escogió un poema de Gabriela Mistral, como su favorito, Beber: Recuerdo gestos de criaturas /y son gestos de darme el agua. La Mistral
bebe el agua del río Aconcagua, el poema describe la Mitla de México, pasa a
Puerto Rico y regresa a su valle natal de sus niñeces con su madre y la
infancia de esos recuerdos y primeras aguas. Barquero admiraba con admiración natural
a la Mistral de tantas raíces, chilenizad y hondura patria.
En esa antología definió
el acto de la creación como el único acto religioso que va quedando en el
sentido religare, es decir, acercamiento entre los hombres. Volvemos a la
vigencia y actualidad de esas palabras visionarias, con futuro. Fundar una
nueva fe y esperanza, más allá del lenguaje, y no estaría de más, quizás, no
solo se trata de palabras, sino de un pensamiento e ideas nuevas.
Barquero siempre se
aproxima, hurga, en una experiencia vital, la tiene a la vista, en la memoria,
vive el poema en una palabra silenciosa, más que íntima, comunica esa
pertenencia al lugar y las cosas, comparte con el lector lo que en verdad
comienza por conmoverle a él. Su poesía hace un largo recorrido por su vida,
escenarios, países, su geografía íntima
es la que una y otra vez retorna al centro de su poesía. Hubo tiempo y
circunstancias para lo social, el amor, la metafísica, el exilio, pero
siempre retornaría al origen, a la
memoria, a su ruta siempre inaplazable.
Estas palabras,
escritas una noche en medio de la pandemia, esta peste que pareciera infinita
con su diminuto protagonista, se las debía a Efraín, lo busqué afanosamente en
Santiago, para agradecer su generosidad en un tiempo que no termina de parirse
asimismo, por su poesía, pasión viva de la naturaleza de sus sentimientos,
objeto de sus días, razón de un oficio que ejerció con inusual amor.
Rolando Gabrielli©2020