- Whitman
en N.Y.
Las calles
de Manhattan están vacías de poesía.
Un poema no es una tienda o un policía a caballo,
ni siquiera este aroma de rosas náufragas
que alguien cuelga en sus manos y camina,
o la piel de un traje de estación
y estas muchachas que alumbran con sus risas
las vitrinas doradas de la Gran Manzana.
Nueva York, más bien le ha dado la espalda
a Walt Whitman, quien puso nombre a la poesía
sin nombrarla.
Las palabras están en todas partes y en ninguna,
la gente camina sin saber a dónde va,
es el principio de un poema y de una gran ciudad.
Una campana se queda en el eco de un nuevo silencio,
un poema puede encontrar su rostro en los cristales rotos
de una fachada, detrás de una ventana.
Respira mejor cuando nadie sabe que tú y yo respiramos aquí,
diosa pálida, poesía,
flotamos hoja madura de calendario.
Qué raro es estar sin ti a la hora del almuerzo,
mirar la mañana amarilla del otoño,
ver que no se detiene un segundo la ciudad,
y sus espaldas adolescentes cargan mochilas
y todo seguirá su curso en la nueva estación.
Whitman arrastró el poema como un servicio público,
enfermero, bombero, albañil, conductor, amante de la Nación,
voceó el poema a los cuatro puntos cardinales,
su cuerpo humeante fue la poesía
y repartió la palabra sin un Dios conocido.
Nadie que lo haya leído podría decir:
Whitman no sudó, vivió, disfrutó el aire.
Nació en Nueva York, donde hay poesía,
pero no poetas que bajo la noche,
detrás de los espejuelos del sol,
o donde el invierno puede llegar a tener sus propios árboles desnudos,
lloran los ojos rosados de la nieve,
la inmensa lluvia del poema.
Así creció la barba de nieve de Whitman,
la noche blanca de Manhattan, la noche negra de Brooklyn,
un pedazo de cielo dobla una esquina
y la historia se muda, sin barbas, muda de espanto.
Whitman recorrió las calles rosadas de San Francisco,
sin religión,
sin partido,
con convicción.
Siempre se confundió con el Hudson,
nunca estuvo al otro lado del río.
Todos saben por dónde iba cantando.
Rolando Gabrielli2024
Whitman in N.Y.
The streets of Manhattan are empty of poetry.
A poem is not a shop or a mounted police officer,
not even this aroma of shipwrecked roses
that someone hangs in their hands as they walk,
or the skin of a seasonal suit,
or these girls who light up
the golden shop windows of the Big Apple with their laughter.
New York has, in a way, turned its back
on Walt Whitman, who gave poetry its name
without naming it.
Words are everywhere and nowhere,
people walk without knowing where they’re going,
the beginning of a poem and of a great city.
A bell lingers in the echo of a new silence,
a poem can find its face in the shattered glass
of a façade, behind a window.
It breathes better when no one knows that you and I are breathing here,
pale goddess, poetry,
we float, mature leaves of the calendar.
How strange it is to be without you at lunchtime,
to gaze at the yellow morning of autumn,
to see the city never stop for a second,
its adolescent shoulders bearing backpacks,
and everything moving forward into the new season.
Whitman dragged the poem like a public service—
nurse, firefighter, mason, driver, lover of the Nation—
he cried the poem to the four cardinal points,
his smoky body became the poetry,
and he handed out the word without a known God.
No one who has read him could say:
Whitman didn’t sweat, didn’t live, didn’t savor the air.
He was born in New York, where there is poetry,
but no poets who, under the night,
behind the sunglasses,
or where winter may grow its own bare trees,
cry the pink eyes of snow,
the immense rain of the poem.
Thus grew Whitman’s snow-white beard,
the white night of Manhattan, the black night of Brooklyn.
A piece of sky rounds a corner,
and history moves on, beardless, silenced by fear.
Whitman walked the rosy streets of San Francisco,
without religion,
without a party,
with conviction.
He always merged with the Hudson,
never stood on the far side of the river.
Everyone knows where his songs echoed.