Pregúntale a Rimbaud,
¿no era el enfant terrible?,
el chico de las
Iluminaciones,
pintaba vocales,
viajaba en su Bateau ivre,
sentó a la Belleza en sus
rodillas,
(la encontró amarga y la
injurió).
Hay que ser absolutamente
moderno, decía, este mago o
ángel,
-así se hacía llamar-
sin estar seguro.
Pidió al Señor que
descendiera
de los cielos a los
deliciosos cuervos,
caminaba con sus manos
dentro de los bolsillos rotos
y era vasallo de la Musa,
bajo los cielos de Francia
y su albergue era la Osa
mayor
Heredero de los Galos,
-decía el mismo-
sentía que tenía todos
los vicios:
idolatría, cólera, pasión,
lujuria.
Exploró más allá de la
realidad
la geografía de sus sueños
infinitos,
no pareció buscar la
perfección,
siempre pudo más el más allá,
ni quiso encontrar un escondrijo
para intentar salvar su alma.
Dejó alguna vez
que el sollozo del mar
le balanceara dulcemente.
Confiesa en Una temporada en
el Infierno,
que le hizo trampas a la
locura.
Anuncia el Vidente
que los climas perdidos
curtirán su piel.
Concluiría la historia,
en la vacía memoria del
tiempo,
con nuevos anuncios
que el futuro terminaría de
confirmar.
Videncias, tanta videncia,
de abrumadora realidad.
” Volveré con miembros de
hierro,
tendré oro, seré vago y
brutal.
Las mujeres cuidan a estos feroces inválidos,
cuando vuelven de los países
cálidos”.
¿Se sentiría maldito el poeta
maldito?,
pregunto yo y la patria le
horrorizaba.
“Mi vida no fue más que
dulces locuras,
es lamentable”
Quisiera que mi riqueza
estuviera
manchada de sangre,
vaticinaba
y la profecía se le cumplió,
cuando partió a África a
vender armas
y comerciar con esclavos,
aprender otras leguas, ser él
el camino
sin huellas.
Buscaba una palabra sin
límites
aparentes,
una escritura del futuro,
que se volvería silencio.
Se ufanaba de inventar
un verbo poético accesible,
el futuro le pisaba los
talones.
Nunca dejó de anunciar su
futuro
y el de la poesía:
“Estoy sentado, leproso,
sobre los potes rotos y las ortigas,
al pie de un muro roído por
el sol”,
volvía anunciar y confirmar
su futuro.
Recuerdo una de sus fotos en África,
de blanco en un paisaje
similar,
que probablemente lo
vislumbró
antes de partir.
Rimbaud, el maldito
iluminado,
regresaría de Etiopía a los 37
años,
lleno de oro, con una pierna cancerosa,
a morir a Marsella,” el
hombre de suelas al viento”
y su querida hermana Isabelle,
(“mi ángel, mi santo, mi amado, mi alma”),
cuidaría de él en sus últimos
días.
No escribió una sola palabra
más,
desde que dijo todo lo que
dijo
y que aún hoy nos asombramos,
como si su silencio durara
toda la eternidad.
Rolando Gabrielli 2026