Algunos días transcurren así, como hojas de hielo, impersonales, con sus capas blancas aparentemente imperceptibles de desdén. Es como interpretar una rótula fascinante, la presencia de su movimiento inmóvil, soñar con compartir el juego de sus visagras, la entrega de su desafiante silencio. Así los días entregan la impotencia de su majestuoso vacío, aniquilan las horas, salvan el compromiso de un calendario inútil. Las palabras parecieran dormir en el caballete de la memoria, sobrar en el paisaje, adentrarse más bien en ese espacio indefinido, asombrosamente cautivo de sí mismo. Prerrogativa de lo que no se ve, ausencia de lo que se siente, es un proceso de alardes solitarios, un desfile ordinario de palabras no dichas. Juego de espadas sin tocarse más que el aire que amenazan sus filos.
Un día es su propio apetito, la voluntad de un ejercicio improvisado, casualidad también de un itinerario no siempre planificado, un tiempo para el azar. Las horas muertas se desplazan en sus propios ataúdes, algo se rompe entonces, como el hielo que se pica en la heladera, así suena el casco lento de la noche cuando alguien camina. Improvisación quizás del tiempo o de los pasos que buscan un incierto camino. El día carga su lastre de horas más lentas, vaciadas, al alba mezclan sus verdaderas pulsaciones, ese invariable síntoma de que todo puede ser y suceder.
¿Es invención de la escritura o del tiempo y sus circunstancias? En algún momento volará la jaula, su pájaro la espera.
Rolando Gabrielli©2007