A Gabriela Mistral la conocí desde
la muerte. Mi madre me llevó esa mañana solemne del 10 de enero de 1957, al
Salón de Honor de la Universidad de Chile, donde la velaban. Hicimos una larga
fila junto a decenas de miles de
chilenos que le rendían homenaje a esta misteriosa mujer, que erró por el mundo
arrastrando el esqueleto vivo de Chile. Todas las escuelas del país tenían en
sus programas de estudios las rondas infantiles de la Mistral y algunas
poesías célebres, como Piececitos de niño,
que teníamos que aprender de memoria. Nadie de los que estábamos ahí, desconocíamos
al personaje que había llegado embalsamado de Nueva York, donde residía, pero
era un conocimiento superficial, ese de los manuales oficiales y de los malos
críticos. Estaba por cumplir 11 años y
las rimas rondaban mi cabeza y otros pájaros que no dejaban de volar. Mi madre
pintaba, le gustaba el teatro, la historia, cocinaba como una diosa en el
pequeño templo de nuestra casa y adoraba
la poesía, el arte. Años después estuve seguro que veía en mí a un poeta,
algo que nunca se termina de ser. Ella era profesora y daba clases principalmente en provincia.
( A Gabriela sólo pude verla dormida esa mañana en el país de la eternidad, con sus cristos vivos y en viaje a su Montegrande, en el interior del valle de Elqui, Norte chico. Allí volvió a vivir todas las infancias y la niñez de su inmortalidad. Chile, que colinda con el mar y la cordillera de los Andes, también lo hace con la poseía de Gabriela Mistral) Ahí estaba el esbelto cuerpo, la imponente figura en una caja de cristal, flotando en su propia atmósfera de reina indiscutida del pobrerío andino y universal.
Las funerarias tienen un estilo
mortal, esa suerte de momificación, donde las manos se cruzan, con anillos y
guantes, además de un maquillaje que supera la realidad. El cuerpo intenta estar presente, pero eso ya no es posible. Pienso, que habrá dicho Doris Dana, su
secretaria, amiga y confidente, cuando la vio partir por última vez de su casa de Long Island. Se cerraban 11 años de una relación con la poeta más importante y trascendente de las Américas, quien en vida nos enseñó la punta del iceberg de una obra desgarradora, humanista, profundamente chilena, latinoamericana y universal.
Gabriela Mistral se erigió en el mundo poético chileno con la fuerza y energía telúrica del macizo andino, desde el mismo minuto en que ganó el Primer Premio de Los Juegos Florales de la poesía, en 1914, torneo con que la Universidad de Chile celebraba el advenimiento de la primavera. Esos famosos Sonetos de la Muerte, que 40 años después Neruda diría que la magnitud de estos breves poemas no han sido superadas en nuestro idioma, la perseguirían por el mundo adonde fuera. Una crítica chilena oficiosa, odiosa, desubicada, machista, pueblerina, envidiosa, troglodita, enana, no descansaría hasta obligarla a marcharse de Chile. Toda esa historia, constituye hoy una vergüenza de época. Todos sabemos ahora los frutos poéticos del largo periplo universal de Lucila Godoy Alcayaga, que nunca hubiera querido salir del valle de su infancia, donde todas iban a ser reinas. Caricaturizada, estigmatizada, humillada, los críticos y poetas como Borges, Huidobro, por citar los más conspicuos, la vieron como una escritora trasnochada, fuera del contexto de su época y de las vanguardias, a las cuales ella ignoró olímpicamente porque no tenían que ver con el ser de su poesía. La Mistral no ponía atención a las vitrinas de su momento, indagaba en sí misma, su infancia, la niñez, país, entorno, América latina, sus indios, el lenguaje que venía de la Gea, le preocupaban las materias esenciales, sus propias e intimas voces, lo que le dictaban sus sueños, muertos, la vida que renacía en sus palabras. Balbuceaba dentro de si misma y corrigió hasta el final de sus días el poema que le dolía o ardía como una braza atravesada en la garganta. Factura mistraliana es corregir hasta borrar la huella anterior a la palabra y después sabríamos que ahí no se detenía en su búsqueda y "manía", porque volvía sobre los poemas y los trasladaba corregidos entre sus libros y también incluía otros como si fueran los cuentos de Sherezade para salvar su propia vida y destino siempre precario, amenazado, incierto. "Esta ingenuidad un poco grotesca de corregir unos versos que andan en boca de tantos, me durará hasta el fin", escribió en 1945, al explicar el mundo de su poesía dedicada a la infancia.
Gabriela Mistral nos dejó ver una parte de su obra y de su vida. ¿La sombra era más grande que el cuerpo? De alguna manera dejaba pistas, señales, como decía René Char sobre lo que debía ser un poeta. Así la Mistral vivió y murió en su dejo rural, su lengua arcaica, áspera, rocosa, de una ternura silenciosa y de broncos temblores.
Los estudiosos de su obra en el pasado, coinciden en destacar que Tala es la cumbre mistraliana
Generosa como pocos, perspicaz, tuvo palabras elogiosas y certeras para el Neruda embrionario, balbuceante de los años 20 o el Gonzalo Rojas de La miseria del hombre, cuyo primer libro recibió una crítica ácida de los sabiondos de la época. El tiempo demostró que no fue simple generosidad, sino también mucho olfato y conocimiento literario.
Amó en el dolor todo cuanto amó y vivió. Escribió desde la orilla del silencio