La ciudad se repite,
en sus escamas de vidrio
siento un caracol herido
que abandona el eco del mar.
Por la herida, el cemento,
respira la ciudad,
mi mano se estira
para tapar el sol.
El hierro se oxida,
detrás de las puertas,
tus pasos no abandonan la ciudad,
ni en mi memoria dejarán de resonar.
Escombros, sitios baldíos, vitrinas,
la ciudad se rejuvenece en el neón,
alguien pasa, navega
por sus averiadas admirables
ruinas sin futuro.
Rolando Gabrielli©2007
En una época, eso fue en el siglo pasado-como aturden las fechas y su tránsito- los automóviles que recorrían las avenidas en ciudad de Panamá frente al mar, llevaban un aviso próximo a la placa del vehículo, una calcomanía con un corazón y la leyenda decía: Panamá, Ámala o déjala. Una frase casi con destino de ordenanza imperial. Cada vez que la leía venía a mí memoria la ciudad amurallada en el Casco Viejo, con una puerta de mar y otra de tierra, y detrás el silencio de sus habitantes resguardados por un puente y la ciudad española intramuros. El sol doraba la memoria de una historia de piratas, tránsito mercantil, tráfico humano, el puente biológico de las especies de Norte a Sur y viceversa, un país entre dos océanos, la ciudad en un puño de su historia futura, avistada a orillas de un océano desconocido para el mundo europeo.
La ciudad fue fundada por el imperio español un 15 de agosto de 1519 y habitada por no más de un centenar de personas, a orillas de unos manglares, en el Pacífico istmeño, en el centro de las Américas, la encrucijada perfecta de los continentes y rutas marítimas. Todo lo demás es historia y arquitectura de las nuevas ciudades, que se reciclan, expanden, crecen, agonizan, modernizan, multiplican el espacio con el cristal y el hierro, la mixtura de los nuevos materiales y la tecnología.
Panamá La Vieja, cuyas ruinas se erigen como catedrales del olvido, fue incendiada en el fragor de una batalla que dirigía el pirata Henry Morgan en un asalto final contra la ciudad simbolo del imperio español en América, y recosntruida posteriormente en lo que hoy se conoce como el Casco Viejo o Antiguo de la ciudad, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. La ciudad se amuralló sobre una pequeña península frente al mar para protegerse de los ataques feroces, audaces y exitosos de los hijos de la Rubia Albión. El arrabal crecía extramuros con su propia idiosincracia y desafíos.
La caída del imperio español y la construcción del Canal de Panamá a partir de 1903, trajo una nueva ciudad en el istmo, cuya población crecía por la fuerte inmigración canalera, arquitectura que se carcaterizó por una planificación militar y la creación de la gran ciudad jardín alrededor de la vía interoceánica. Una tercera ciudad se desprendía del corazón de la franja canalera y que ahogaría casi por un siglo a la ciudad "real" de Panamá. Historia, no más que historia, y la arquitectura es parte de cada una de esas pieles de la ciudad. La suscripción de los Tratados Torrijos Carter (1977) y la reversión de todas las áreas que comprendían la llamada Zona del Canal(2000) a Panamá, reencontraron el espacio natural de lo que pudo ser la verdadera ciudad de Panamá si no se hubiese construido el Canal entre 1903 y 1914. Hoy tenemos una nueva ciudad, quizás la cuarta o quinta versión de un reciclaje y refundaciones desde hace casi 500 años.
Las ciudades parecieran traer escrito su futuro bajo el brazo, pero éste más bien depende de quienes administran la historia, de no pocas circunstancias externas y de la gente que tiene el liderazgo en sus manos para transformar estos espacios en sitios de vida, trabajo y ocio. Barrios, avenidas, calles, fachadas, suelen transformarse con el tiempo, desaparecer y reaparecer bajo otras miradas de quienes transitan los nuevos lugares y la arquitectura, como los animales en el nosque, marca el sitio, lugar, como una nueva señal de los tiempos. La ciudad se ocupa de tantas maneras, palpa, vive, sobrevive, recorre, respira, porque cada habitante la siente y recibe o la disfruta también bajo sus propias percepciones.
La ciudad respira más allá del óxido, tiene amaneceres y ocasos espléndidos, se recicla, su silueta es el espacio de un nuevo tiempo. Allí se multiplica el deseo y se reanima el principio de ser, se acumulan las horas como avisos de neón y también se desplazan los automóviles como si nada fuera a detenerse jamás. Las fachadas permanecen, los balcones hoy son más introvertidos a la luz del cristal que les reemplaza y el mar es inmutable, su infinito paisaje comparte el horizonte con la ciudad.
Arquitectura y Ciudad, fue el tema de debate para un grupo de profesionales de esa rama e la Ciencia y el Arte, provenientes de Centroamérica, Colombia, en el Teatro Nacional de Panamá, un icono de la arquitectura istmeña enclavado en el Casco Viejo frente al océano Pacífico. Los días 4 y 5 de agosto recién apsado fueron dedicados a la ciudad, a reflexionar sobre un tema que se ve en las calles, por donde un ciudadano común y corriente transite el espacio público: las carreteras, centros de estacionamientos, plazas, avenidas. Los arquitectos Jorge Pérez Jaramillo de Colombia; Ernesto Porras de Guatemala; Jaime Rouillon de Costa Rica; Javier Salinas de Nicaragua y los panameños Raisa Banfield, Humberto Echeverría, Alvaro González; Richard Holzer;Ignacio Mallol T.; Alfonso Pinzón; Jorge Riba y Manuel Trute, miraron la ciudad por dentro y por fuera.
La ciudad no es una máquina de felicidad, ni un espacio idílico, un lugar más bien lleno de desafíos, donde cada uno de sus habitantes busca su lugar en un mar creciente de dificultades y oportunidades, palabra ésta que tiene que ver con la construcción, diseño, trazado de nuestro propio destino. Desde luego, la ciudad no la hace un sólo hombre, porque la construye el tiempo, la historia, muchas manos y cabezas, gobiernos, gente de antes, ahora y después. Es un continuo reciclar de personas y materiales, estados de ánimo, decisiones públicas y privadas, porque la ciudad se expande, crece permanentemente y en algún lugar, cambia cada día su fachada.