Màs que un parèntesis
(La tierra se ha estremecido como pocas veces hoy. El mar se ha salido de su entorno y ha destruido màs que el paisaje que le rodea con el ìmpetu y la fuerza de sus aguas. Japòn ha vivido un verdadero apocalipsis, tantas veces anunciado y recreado por los libretistas de Hollywood. El mundo, la especie humana, los que aùn creemos en la humanidad, estamos de duelo. La TV ha abundado en escenas de espanto y las crònicas crecen en los ordenadores con historias de horror. Japòn es un pueblo que ha enfrentado històricamente la adversidad. Resurgiò de las cenizas de las bombas atòmicas de Hiroshima y Nagasaki, y de diversos eventos telùricos. El fenòmeno natural ha liberado fuerzas devastadoras muy superiores a las bombas atòmicas que cayeron hace décadas en su territorio. Las vìctimas pueden llegar a ser miles, porque hay cerca de 100 mil desaparecidos. Se habla de trenes tragados por las aguas, barcos, numerosas casas, pero las cifras de la tragedia se iràn conociendo con los dìas. Las costa Pacìfica estuvo todo el dìa en estado de emergencia desde Alaska a Chile, lo que refleja la magnitud del terremòto en Japòn, iniciado en las profundidades marinas de la isla de Honshu. Es muy probable que el fenòmeno telùrico de 8.9 en la escala de Richter, haya desplazado el eje de la tierra en no menos de 10 centìmetros.)
Este es el océano Pacífico, el Mar del Sur (Mar del Sud), según el español Vasco Núñez de Balboa, quien lo descubrió en Panamá en 1513-aunque ya los indios lo conocían y guiaron hacia sus aguas-, tras una larga travesía por el selvático Istmo. Hoy lo visité, casi 500 años después en un homenaje a las víctimas japonesas del feroz terremoto y tsunami, que puso a temblar la tierra como en los mejores tiempos del big bang. Me gusta cuando el mar está solo, callado, amigable y dispuesto a escuchar. Me volví a retratar junto a él en señal de amistad y confianza, para ver en sus aguas el paso del tiempo. La imagen de una ciudad bajo el agua es un viejo sueño del hombre, pero la realidad de ciudades destrozadas por olas que nacen y se arrastran para destruir, solo produce pavor.
La ciudad ardía bajo un sol calcinante y los miles de automóviles buscaban su propio lenguaje en las angostas calles del Istmo. Un día vibrante, cosmopolita, no asociado a la catástrofe del otro lado del Pacífico, el mar más vasto y rico del planeta. Mientras dejaba correr mi automóvil entre la selva y sus calles menos congestionadas, pensaba en el himno de mi país cantado tantas veces en la escuela, estadios de fútbol, en algún acto oficial: ese mar que tranquilo te baña. Nadie que se haya bañado en sus aguas podría confiar en esas líneas de su estrofa, me contestaba. Te promete un futuro esplendor, es más realista, por su riqueza inmensa, única, alucinante vida. La tarde era espléndida, abandonada asímisma, casi nada de tráfico hacia el causeway, la gente seguramente en los mall comprando alguna baratija, mercancía o producto. Paso un aeropuerto que fue militar, me interno en la zona canalera, he dejado atrás una larga avenida asfaltada y enrumbo hacia el mar. Panamá, recuerdo, tiene forma de S, alguien dijo un árbol recostado entre dos mares, el istmo es frágil como la luz de una ventana entreabierta. S de suerte, selva, silenciosa como la tarde, sedosa sabías simplemente camino de seda.
Miro a la izquierda, unas hamacas coloridas quietas, esperando los cuerpos, sigo recto, siempre mirando a la izquierda, una casa roja entre árboles es un jardín infantil y ya paso a los automóviles y solo la gran recta hacia el mar: árboles, flores, el verde, lo que con ansia el hombre vive destruyendo. Ahí, finalmente estaba el mar, no necesita tarjeta de presentación, ni una postal, su inmensidad y misterio, me sostienen estos días. Hablar con el mar es viajar, saber que tras su horizonte siempre es posible ver algo más que un paisaje. La aventura comienza al amanecer o al ponerse el sol. No tiene tiempo, ni puerto, el mar tiene el timón de vastos sueños, es su propio capitán.