Hoy conversé con tres gordas. La de ochenta años era la màs ágil mentalmente. Las otras dos, apuraban su rutina, devoraban unos emparedados descomunales. Me dolieron los intestinos cuando los vi hacer sin ninguna cosideración. Sal, doble pimienta, el maldito ketchup y todas las especies vomitivas. Las gordas se lo paladeaban felices sobre el mostrador. Me miraban como a un desgraciado, perdido frente al placer que goloseaban. Vestían como todas las gordas, como esas rusas de las películas norteamericanas, desconsideradamente poco prolijas. Les sobraba de todo. Rollizas, rosagantes, se devoraban el mundo Siempre tuve la idea que querían compartir algo. Las miradas gordas me daban la sensación pausada de la gelatina. No parecían habitar un mundo en crisis y de seguro lo desconocían. La palabra escasez nunca la escribieron en sus diarios de vida. La rubia, rosada, de cara redonda, se manejaba con un silencio de estadio vacío. Probablemente alguna vez estuvo incomunicada. O el marido, si lo tuvo, le asignaba la zona del silencio. Nada calzaba en ella tanto como su espíritu embustero, que recordaba a trazos y a bandadas de frases no muy bien definidas. Escondía algo ademàs de los kilos. Me dijo que había nacido aquí, a media lengua, pero no me tragué esa afirmación. Era una frase envenenada. Inútilmente engañosa. Le dediqué màs tiempo para conformar un perfil. Algo escueto, pero el principio de algo para no ser avasallado por la ignoracia. Ni siquiera me miraba. No dejaba de mirar el plato. Oía por alguna de sus dos orejas de zorra experimentada. No dejaba de mirar el plato, repito. Le gustaba atar a su curiosidad una atmósfera que ella probablemente descodificaba. Se ponía màs roja cuando pensaba en algo. O solamente se guardaba todo. Una verdadera gorda ensimismada. Posesionada del fruto interior y su entorno, casi no respiraba. Varias veces le puse de anzuelo un tirabuzón. Ninguna carnada le servía. Estaba su mamá, pero no era respeto, sino un silencio practicado. Le unté la piel gruesa y brillante con mis ojos. Permanecía como un elefante a la espera de devorarse un jardín. Era lo único que le importaba. Alguna vez debió llamarse por su nombre. Para el caso era lo mismo. Se había robado el centro de mesa de la conversación con su siulencio absoluto.
Una había escogido la esquina de la mesa circular, como escrutando al desconocido.Pero preguntaba. ¿Vive solo? ¿Cuándo llegó? ¿Es soltero o casado? ¿Tiene familia? Una gorda intrusa, lo que faltaba.
La mujer de la cocina preparaba unos verdaderos panzer. Se repitieron. Doble carne, bacon, una pimienta imborrable y todos los acompañantes a discreción. El pan se alzaba en piso de doble altura para un tercer piso sin ascensor. Ya lo estaban disfrutando. La mirada lo decía todo. La cocinera no hacía otra cosa que los sanwuiches de las gordas. Yo miraba el espectáculo dentro de sus intestinos, me detenía en las bilis alborotadas. Sus rostros eran la mantequilla y la mayonesa de la mesa. Qué mal vestían las tres. No sé por qué puse atención a ese detalle. Un vistazo a la ordinariez. A quién le importa en estos tiempos este tipo de observación, me pregunté después. Parecía que llevaban refajo, con el calor que hacía. Ustedes no son de aquí alcancé a repetir. Fue en tono de pregunta y afirmación. Sí, me dijeron las tres, al unísono, coordinadas. Parecían un trío de arpas. Tocaban las mismas cuerdas. Todos estábamos perdiendo el tiempo de alguna manera. No había otra explicación. Comenzaron a pasarse la servilleta por los labios. Era una señal de estar acabando con la comida. Había satisfacción en las miradas. Hubo risitas. Los platos están vacíos, dijo una. Otra miró a las dos restantes. La mamá, dijo la última palabra, nos vamos al casino.