El otro día entré de noche a un Bar de Jugos Lácteos. Detrás de la barra se destacaban unas servilletas rojas, grandes botellas azules repletas de yogour y las sonrisas animadas de unas muchachas frescas con sus senos de medialuna. No cabía una oración en sus apretados cuerpos, esa manera de quienes se sabe no existe el tiempo y se puede llegar a viajar un instante al paraíso o al infierno. Adoradas criaturas que relegan a un segundo y tercer plano el inmobiliario, el escenario material que les rodea y ellas comparten con sus cuerpos gráciles.
Estaban ebrias de amor las meseras, robadas por la noche sus corazones, sus delantales olían a frambuesas y manzanas doradas por el viento del verano que se negaba a partir.
Las ventanas de vitreaux producían ese raro ambiente eclesial bañado por la tranquilidad y unas sombras no tenían parecer apuro, olían a chocolate, y se presentaban dulcemente oscuras en su contraste dibujado en el aire y en el reflejo sobre las paredes.
Casi todas las mesas estaban vacías: observé un detalle: Desayuno nocturno. Esta mesa no requiere de reloj, asomaba otro escrito con una letra infantil. Más allá, en una orilla de una cubierta: las fresas de noche son más rojas. La mesa más enigmática, esa que uno supone flotando como una estrella invisible, y la ve sóla, aislada, detrás de una esquina, arrojada casi al vacío, permanecía en verdad unos cuantos centímetros próxima al no estar. La imaginé con una pareja encantadora.
Ella, con unos ojos robados a la eternidad, cruzaba sus hermosas piernas blancas bañadas de una nieve tibia, y se instalaba sin tiempo, ni preocupaciones, en un desayuno que le agradaba de una manera que no podía describir, pero que reflejaba en su rostro de adolescente, aunque superaba por un margen razonable los 40 años. Él, miraba como un duende encantado el aire que los cruzaba y respiraban ambos, como si vinieran de lejos y tan cerca se encontraran y la escena estuviera descrita para la realidad y nostalgia. Llegué a imaginarla con una bata roja saliendo del baño, pero ese es otro relato y encuentro tal vez.
Sobre la mesa vacía decía simplemente: haga esquina con el desierto, su helado para esta noche no existe, imagínelo. A ella le encantaba el yogur, suponía, no se por qué haber compartido uno de esos desayunos frente al mar, iluminados por sus deseos y su manía de derrochar una gracia absolutamente descomplicada, empujada por su piel. Un espacio sólo para imaginar, un lugar donde quizás la cita imaginada ya había ocurrido, una mesita que volvería a repetirse seguramente en otro lugar con el mismo deseo de compartir. (tantas veecs uno se promete un desayuno con la mujer amada y no ocurre.) No es que sea amigo de los paréntesis, pero suelen ser neecsarios.
De alguna manera me llegaba el rumor al mar y eso me bastaba para sentirla verdaderamente.
La noche de afuera cumplía con todos los requisitos. Ese lugar oscuro, alto, ancho, que cae vertical y de todas formas, agrupado en todas las oscuridades posibles. Fría, inhóspita, solitaria, oscura, oscura, como debe ser la verdadera noche en una calle que no nos pertenece y ella misma se deconoce.
De adentro, la noche respira de otra manera, en la asfixia personal, la calma generalizada, late,e scupe identidad, y aspira el aire lento, nocturno de su propia noche.
Las sonrisas tomaban el color de los helados y casi se derretían y volvían a los labios rojos, anaranjados, chocolates, mentas, a marcar un brillo extraño, pero agradables de asociar a los mejores días de nuestra infancia.
Las luces de neón reflejaban en las ventanas esa luz fría del anochecer, que el neón sabe focalizar en los lugares que necesitan hacer un espacio a la claridad, al tiempo suave que entra por alguna rendija de la vida en algún momento.
Fue cuando en verdad sólo quería verte deslizando con tus largos dedos la persiana de un día cualquiera para adentrarnos a la vida como en verdad deseamos, sin límites, cerrando tus ojos frente a mí.
Rolando Gabrielli©2006
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