El cielo era una plancha de acero. Junio 7 de la mañana, tres años después. El resto del paisaje, un verde intenso. Caminaba los últimos 10 minutos de mis ejercicios diarios. Sólo W, la perra color miel, me acompañaba y con atención escuchaba el trinar de los pájaros frente a los árboles. ¿Los perros se distraen más que nosotros con las naturaleza? Los domingos son silenciosos y estas mañanas aceradas recogen la humedad de la noche y madrugada. Había pasado una mala noche, asaltada por un naufragio, la sensación al menos de que todo era agua. Le hice una seña a W y entramos a la casa. No había dejado de pensar en estos 30 minutos en el lugar donde habría partido a Marte el Cohete de la imaginación de Bradbury. Pensaba precisamente en el lago Loon, mientras la ducha caía sobre mi cuerpo. Con los ojos cerrados veía más nítidamente avanzar la futura marea negra que viajaría al planeta rojo y cruzaba por el polvoso pueblo silenciosamente. Me obsesionaba más aún el lugar. Sobre todo, la persistencia de Sam, el ferretero, personaje de Bradbury, quien se oponía tenazmente a la partida del pueblo, a Marte.
Qué noche había pasado, el agua era todo lo que se veía alrededor. Tengo frente de mí una casa blanca, algo alucinada, y que establece un lugar para pensar en una partida, o que sería abandonado en algún momento para siempre. Se sentía en su atmósfera el ruido estruendoso de la partida del Cohete, como una mariposa vieja, oxidada, que dejaría sus alas mohosas al abandonar la Tierra. La casa blanca se vería como un resplandor de un incendio o el reflejo de una tormenta eléctrica. Una partida luminosa, pensaba yo, una coartada definitiva. Sólo la estela adivinada en la memoria. Sam quizás no conocía ese lugar y menos la casa. Todo el pueblo no podía estar en su memoria. El sitio ya no pertenecía a nadie. Era el lugar del adiós. Eso se hacía cada minuto más evidente. Sam no era de los que se dejaba vencer ante sus obsesiones. La marea negra avanzaba densa, implacable, ningún resquicio del pueblo le era indiferente a este cuerpo único, algo gaseoso, pero seguro de su objetivo, que deja a su paso, nada.
Sam y yo veíamos seguramente el Cohete blanco, liviano en un aluminio reluciente y asemejaba a una golondrina que buscaba su verano. Una imagen idílica, de película, casi irreal. Pero la marea negra seguía avanzando frente a la ferretería de Sam. Él interrumpía ocasionalmente el grupo compacto, la gran masa, y bajo presión y tretas, pequeños sobornos inútiles, intentaba persuadirlos para que se quedaran. Mientras hablaba, las cosechas de algodón se veían más solitarias e inocentes que nunca. La ferretería que recibió a tantos compradores diariamente, estaba vacía. Sam veía esfumarse el pueblo ante sus ojos. Nadie estaba de acuerdo con él. No veía razón para esta partida. Los negros ganaban casi como blancos, aunque trabajaran como negros y sus manos no se perdieran en los campos de algodón. Eso decía Sam, y cuando miró serenamente por un instante la pared, comprobó que todo estaba perdido. El calendario marcaba Martes 13. Era el día. La fecha. La marea pasó de largo. En un par de horas, sólo se escucharía el ruido del Cohete blanco sobre el cielo.
Qué noche había pasado, el agua era todo lo que se veía alrededor. Tengo frente de mí una casa blanca, algo alucinada, y que establece un lugar para pensar en una partida, o que sería abandonado en algún momento para siempre. Se sentía en su atmósfera el ruido estruendoso de la partida del Cohete, como una mariposa vieja, oxidada, que dejaría sus alas mohosas al abandonar la Tierra. La casa blanca se vería como un resplandor de un incendio o el reflejo de una tormenta eléctrica. Una partida luminosa, pensaba yo, una coartada definitiva. Sólo la estela adivinada en la memoria. Sam quizás no conocía ese lugar y menos la casa. Todo el pueblo no podía estar en su memoria. El sitio ya no pertenecía a nadie. Era el lugar del adiós. Eso se hacía cada minuto más evidente. Sam no era de los que se dejaba vencer ante sus obsesiones. La marea negra avanzaba densa, implacable, ningún resquicio del pueblo le era indiferente a este cuerpo único, algo gaseoso, pero seguro de su objetivo, que deja a su paso, nada.
Sam y yo veíamos seguramente el Cohete blanco, liviano en un aluminio reluciente y asemejaba a una golondrina que buscaba su verano. Una imagen idílica, de película, casi irreal. Pero la marea negra seguía avanzando frente a la ferretería de Sam. Él interrumpía ocasionalmente el grupo compacto, la gran masa, y bajo presión y tretas, pequeños sobornos inútiles, intentaba persuadirlos para que se quedaran. Mientras hablaba, las cosechas de algodón se veían más solitarias e inocentes que nunca. La ferretería que recibió a tantos compradores diariamente, estaba vacía. Sam veía esfumarse el pueblo ante sus ojos. Nadie estaba de acuerdo con él. No veía razón para esta partida. Los negros ganaban casi como blancos, aunque trabajaran como negros y sus manos no se perdieran en los campos de algodón. Eso decía Sam, y cuando miró serenamente por un instante la pared, comprobó que todo estaba perdido. El calendario marcaba Martes 13. Era el día. La fecha. La marea pasó de largo. En un par de horas, sólo se escucharía el ruido del Cohete blanco sobre el cielo.
Rolando Gabrielli©2006
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