El silencio absoluto siempre hace más nítido los ruidos, los deja al descubierto, podríamos decir, sin ánimo de haber dicho algo más excepcional que la realidad. El parque hoy no solo guardaba un silencio sepulcral mientras caminaba descalzo sobre la hierba y un par de jóvenes atletas daba vueltas a grandes zancadas, mostrando resistencia y buen estado físico, sino que el cielo no había admitido nubes en todo lo que iba de la mañana. Ese celeste impecable que lo transforma en una bóveda única para la paleta de un pintor impresionista. Estaba enfocado en una caminata de rutina, estiramiento, rodeado de un verde envidiable con sus matices y la frondosidad sutil del trópico, que pareciera no dejar espacio para la luz, aunque de ella vive y se alimenta. El bosque que aún queda en pleno centro de la ciudad, mantiene su presencia, limita el entorno, nos oxigena y sobrevive en medio de un río que ha ido perdiendo agua con el correr de los años y el avance de la contaminación. Esos ríos que van muriendo en medio de la ciudad y la indolencia de sus habitantes, sobre todo, de los alcaldes que ven pasar sus aguas con indiferencia urbana. Es un típico bosque secundario, sobreviviente, que clasifican meritoriamente y con precisión los botánicos. Hace unos días, a menos de 500 metros, quienes realizaban mantenimiento a orillas del río, encontraron un caimán deambulando por el área, que alguna vez fue selva virgen. Su presencia nos recuerda quien es el invasor.
El sol abraza la mañana sin ninguna consideración, podríamos decir, sin contemplación. La humedad complementa el cuadro impresionista, si Monet, nos lo permite y naturalista, porque no hay más denuncia que un estado de ánimo, los principales rasgos de una atmósfera exuberante, que resalta la sobrevivencia de un corredor de oxígeno en tiempos de un urbanismo devastador. El silencio es un plus, en horas del día se acercan algunos automóviles a estacionarse y a instalar “su modernidad”. Las ruedas son nuestros pies y el motor la velocidad. Qué dirían los sumerios, me pregunto, si conocieran las ruedas en que nos desplazamos habitualmente.
Confieso que llevo algunos años, desde antes de la pandemia, intentando capturar al llamado Barón Rojo, una avioneta roja, donde podría estar volando el espíritu invencible e invisible De Saint Exupéry, que lo veo reencarnado en las pequeñas avionetas que ronronean cada día sobre el parque, camino a cumplir su itinerario, destino, con gran regularidad. Me puse esa tarea, que resultó esquiva hasta el día de hoy. Por un largo tiempo le perdí la pista, horarios posibles, se había transformado en un misterio. Me hacía la idea que ahí viajaba El Principito, buscando un lugar donde aterrizar con su mundo mágico, y que algún día descendería para saludarme y seguir contándome sus maravillosas aventuras por el cosmos. Su presencia nos confirmaría que no nos había olvidado a los habitantes en extinción de la Tierra, a veces con tan poca imaginación y tan extraviados en las cosas importantes que no dejan ver los detalles. Una rosa, pasa desapercibida por una ciudad, las venden en las esquinas y las vemos marchitarse al atardecer.
Varias veces me sorprendió El Barón Rojo, pasaba a espaldas mías, en otras ocasiones no tenía lista la cámara de mi celular, siempre escapaba de alguna manera, parecía exhibir en pleno vuelo sus posibles inocentes coartadas, como los vuelos legendarios de Saint Exupéry. Se desplazaba en sus inconfundibles alas rojas en un cielo azul de película technicolor de los sesenta.
Así fue como se perdió un día que marcaba quizás su último vuelo, el autor de esta maravillosa obra, que sigue viva en la memoria de la humanidad que suele retratarse en la infancia siempre curiosa, llena de magia y bondad. El Principito lo conocí de las manos de Isabel, quien me mostró sonriente el dibujo del sombrero, según los adultos, que en verdad, de acuerdo con el autor, se trataba de una serpiente. Fue una mañana, aún la recuerdo en el campo de la universidad, y a partir de ahí, se transformó en uno de mis libros favoritos. He comprado diversas ediciones y regalado distintos ejemplares como un símbolo de la amistad, imaginación y belleza del alma de un autor icono de la literatura universal.
Me he enterado, no hace mucho, que su mujer tuvo que ver más de lo sugerido por la leyenda de Saint Exupéry, con relación a la obra. Así ha sucedido a lo largo de la historia, y siempre se tapa la realidad con una frase mágica, que detrás de un gran hombre hay una gran mujer. Rolando Gabrielli2025
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