DOMINGO
La soledad es una palabra muy mal administrada. No son mis palabras. Funciona como un saco con sus extremos libres, abiertos, descosidos, sin ataduras. Para probar su eficacia, la consistencia que es real, tú echas unas migajas de pan en la boca de un saco colgado en el balcón de tu apartamento y la tela continuará en su ambiguo vacío. No se inmutará. Tragará en silencio infinito. Se siente el sorbo de la seca garganta. Esa es su condición natural, como la soledad. Estas palabras las leí en algún lado. No son mías. Transcribo. Sigo. Sólo queda aire en cada una de sus puntas, ni una sola conversación, algo más vacío, menos que un paréntesis, una pared blanca, pero pintada en el aire. Bueno, digamos, esa rara sensación que detrás del espejo están todas las imágenes y rostros posibles. Lo no visto, me asombra. Esta frase debió ser pensada por mí. Me fijaré en mí cuaderno de notas. Bueno, también esa es una sensación que detrás del espejo no hay nada. La imagen tal vez pasó desapercibida, sin ser vista. No todos los espejos tienen una buena retentiva. Hay espejos distraídos además. Espejos que se miran así mismo. Otros fisgonean que hay detrás de los rostros. Algunos no quieren ver más como se envejecen los otros. ”La bella se deja mirar, mientras mira la nada que pasa por la ventanilla, distante horizonte de cristal de roca, ajena y silente, flor de mi derrota”, dice Serrat. Sí, estas palabras no son mías tampoco. Buscar de alguna manera qué hay debajo del agua, no en el fondo, sino en esa pared intocable, intermedia que deja el líquido sólo a la imaginación.
Un domingo de verano para mí siempre fue un ejercicio de soledad. Me gustaba levantarme tarde para que el día no terminara de empezar o no sucediera. Ignorar un día no es lo mismo que botar un calendario. No soy el único que saco las cuentas de esta manera. Algo bien tonto, porque quedaba todo el día por delante. El domingo parecía taimarse con el tiempo. Lo detenía a su antojo. Si se viera al espejo, pensaba. Yo comenzaba por sacar las manos y ponerlas sobre las sábanas. No abría los ojos, porque era como saludar y reconocer el día. La mañana tibia, me ponía a pensar en otra cosa.
El día aún no se abría para mí. Cuando el día aparece en esas condiciones, es como guardar un bostezo. Una cuchara de silencio al mediodía al tragar la sopa, es parecida a un domingo. Comenzaba por reconocer que existía. La mano sobre la frente: era yo. El domingo podía esperar. Y qué paciencia tenía. Miraba alrededor y estaban los mismos objetos con lo que había dormido más de mil y una noches anteriores. Los volvía a reconocer en la pesadilla del domingo. Inmóviles, pero me pertenecían. Éramos dueños de nuestro propio y único espacio. Habitábamos el mismo cuarto. Ninguno de los dos habíamos elegido el lugar. El día está hirviendo. Y todo se pone más lento aún. Sientes que hay ojos por todos partes. Lenguas gritando: ¡levántate!. Son unas córneas mucho más viejas que las tuyas las que te acechan. Esas cortinas pesadas de telas gruesas, que filtran la luz que no quieres ver y la voz retrocede, se apaga. Uno siente el silencio de la afonía como cruza la sala y recorre la casa. Es un aullido lento que sólo tu oyes. Estas si son mis palabras. Las estoy reconociendo. Once, doce, una, la hora del almuerzo en el Sur. Tres horas como en una cámara lenta. ¿Qué hago? Báñate. Pon la mesa. Ordena tu cuarto. Se me cae el amor familiar al piso. No mojes el piso recién encerado cuando salgas del baño. Horas de interregno, espacio de la nada, uno desearía en ese instante que llegara una visita y uno no fuera más el centro de atención de nadie. Todo se ha puesto lento. El domingo cumple con eficacia. Miro el patio y no se mueve. La parra. Las paredes sobre las paredes. No hay un lugar más exacto que el no estar. Pienso en un mar negro que se traga todos los domingos. Rolando Gabrielli©2003-2006
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