TAZAS AMARILLAS A LAS 10
Hoy se juntaron alrededor de mi escritorio y de la computadora tres tazas amarillas. Cuando las vi, ya era tarde, me habían sorprendido. Fui a la cocina para ver, averiguar si alguien había dado la orden de pintar de amarillo la mañana. También fui con el secreto deseo e interés de saber si quedaba otra taza del mismo color. Si tal vez un azar superior las ponía en mis manos. Miré por una de las ventanas de la cocina y las hojas amarillas venían del bosque sobrevolando en su propio aire. ¿Un anuncio? Cerré los ojos y cayó un otoño lejano, una estación que no veía hace años. Estaba frente a una estación ferroviaria y era el último pasajero. El viento arrastraba las hojas y el tiempo. Tú no existías y quizás nunca existirías. La imagen permanece, pero decidí mirar la pared de la cocina donde se cuelgan en un mueble de madera la tazas. No noté nada extraordinario. Recorrí unos pasos con la vista la pieza del lavadero y el orden me asombro, el olor a una fragancia de detergente de manzana. Me aseguré en otros cajones y recovecos de la cocina antes de pensar que ocurría con estas trillizas yellow.
Separé la primera taza y descubrí los bordes negros que deja el café, los que los sorbos y los labios no alcanzan a borra. Al menos supe que había hecho con esa taza en algún momento de la mañana. La segunda, aún conservaba los restos de huevos, y hacían más intenso el amarillo, denso diría dentro de la propia taza. Una manera distinta de habitarla. Destinarle un uso real, no tan líquido. Especulo nada más. Resuelto el segundo caso. La tercera taza, que posiblemente se sentía algo abandonada ante mi inspección rigurosa, presentaba las claras pruebas del Quaquer Otmail en su versión apple. ¿Me estaría volviendo niño o anciano, me pregunté? Fue una manera de cercarme al tiempo real. Mi cumpleaños había transcurrido hace sólo seis días y febrero 28 se sopla a una nueva hoja llamada marzo. ¿Qué color tiene marzo?(En Chile es color de hormiga: todos los impuestos, colegios, los gastos caen como una lluvia negra que después pasa una aplanadora de calles sobre el pobre contribuyente doliente estrujado definitivamente.) Es un paréntesis. Como Que me conformé en parte porque había llegado a algún lugar, el origen aparente de este despiste donde aparecieron las tres tazas piolas. Recuero a mi severo padre: quién rompió el jarrón, preguntó. No era amarillo, pero era frágil ante el desorden de la infancia. Y él mismo se respondía: Nadie. Ahí no quedaba su respuesta, y decidía resolverla con una paliza de padre y señor nuestro trasero ardiendo bajo su cinturón endemoniado, como esas fustas de huaso de campo que azotan a los caballos. El aire caía a pedazos enrojecido, mudo, ardiente.
Esta vez el ejercicio con las tazas amarillas fue otro. Dejé que el primer aroma y sabor de la mañana se instalara como una simple taza de café negro, sin azúcar, como me enseñaran un marzo de intensos colores. Cae el primer sorbo que enjuaga los labios y combina el sabor con un queso holandés. Ya la mañana va tomando una presencia real. La brisa sobre la ventana es presencia de verano. Martes de Carnaval. No hay otra razón de vivir en el aquí y ahora en el trópico. Mixtura de lo inefable, el café, de lo líquido a lo sólido, con el queso, sigue su curso esta mañana a las 10. El día se reconoce asimismo en el pequeño placer del café. La escena de la mano sobre la primera taza se vuelve a mi memoria. La primera taza amarilla se va disolviendo entre sorbos y el teclado, todo en automático aparentemente. El algún lugar del cuarto queda camuflada entre carpetas, libros, objetos, el olvido.
Esta vez el ejercicio con las tazas amarillas fue otro. Dejé que el primer aroma y sabor de la mañana se instalara como una simple taza de café negro, sin azúcar, como me enseñaran un marzo de intensos colores. Cae el primer sorbo que enjuaga los labios y combina el sabor con un queso holandés. Ya la mañana va tomando una presencia real. La brisa sobre la ventana es presencia de verano. Martes de Carnaval. No hay otra razón de vivir en el aquí y ahora en el trópico. Mixtura de lo inefable, el café, de lo líquido a lo sólido, con el queso, sigue su curso esta mañana a las 10. El día se reconoce asimismo en el pequeño placer del café. La escena de la mano sobre la primera taza se vuelve a mi memoria. La primera taza amarilla se va disolviendo entre sorbos y el teclado, todo en automático aparentemente. El algún lugar del cuarto queda camuflada entre carpetas, libros, objetos, el olvido.
Unos huevos a la copa a media mañana, pan, otro sabor, textura, la cuchara, el metal, esa vieja imagen de la infancia de tras de los propios ojos y el silencio inmenso. Amarillo en lo amarillo. Se van yendo las horas en el teclado. Queda la taza amarilla en su segunda versión, estacionada en algún punto invisible de la habitación. Prácticamente borrada. No sé a qué sentido corresponde esconder un objeto, hacerlo invisible, sacarlo de la vista. Simplemente la taza A y B no existen para la C, y para ninguna combinación posible entre el terreno “no me di cuenta que estaban aquí”.
La tercera o C, amarilla, llegó para lo salado. El sabor espeso, dulzón del Quaker de manzana, el toque preciso para terminar la mañana inadvertida, ligera. El tiempo nos ha vuelto a ganar la mañana. Llega la hora del almuerzo sobre el mediodía tropical. Las palabras se diluyen en el ordenador, volátiles, van desapareciendo de la pantalla. El trópico es caliente en todo momento. (Cálido es un eufemismo de infierno). En verano la brisa es notoria y hace la diferencia. Vuela el retrato de Kafka de mi repisa. El praguense inmortal, como la muralla china, cae de pie y ya no es un desconocido, ni un kafkiano simplemente. Ni para los alemanes, judíos o checos. Hora de levantarse, dice mi espalda. La luz baña el cuarto. El terracota que rodea la ventana contrasta con el blanco hueso. El abanico en el cielo raso gira sin razón o con ella, más bien con aburrimiento y la temperatura tibia, caliente, hornea el día. Me impresiona Kafka vestido a su manera, tan impecable, peinado. Era insobornable el Dr. K con la limpieza y la escritura. La mañana sigue maquillando a su manera el día. Es hora, es hora, siento que la espalda le hace un hueco a mis dedos sobre el hombro en señal de alto. Comienzo a levantarme y a poner en orden el mismo orden. Es cuando en verdad veo las tazas, se han ido sumando, con mis palabras, en esta historia o la memoria no sé. Las recojo y veo en verdad por primera vez y constato que son amarillas ¿Cómo se unieron esta mañana las tres? No responden. Voy a al cocina, pienso en el camino si me traerán suerte en algún momento. No lo sé. Las dejo en el lavaplatos como si fueran santas baronesas surgidas a la luz oscura de algún bosque encantado a la hora del té conversando sobre un mantel rojo, cubiertas de sol.
El misterio seguía, ¿cómo hicieron para convocarse las tres amarillas en un mismo instante? Revisé bien el mueble si solo tenía tazas amarillas. No, todo lo contrario, los colores y dibujos sobraban. ¿Una reunión de tres o conspiración? ¿Qué estaban tramando estas tres mujeres?. Rolando Gabrielli©2006
Hoy se juntaron alrededor de mi escritorio y de la computadora tres tazas amarillas. Cuando las vi, ya era tarde, me habían sorprendido. Fui a la cocina para ver, averiguar si alguien había dado la orden de pintar de amarillo la mañana. También fui con el secreto deseo e interés de saber si quedaba otra taza del mismo color. Si tal vez un azar superior las ponía en mis manos. Miré por una de las ventanas de la cocina y las hojas amarillas venían del bosque sobrevolando en su propio aire. ¿Un anuncio? Cerré los ojos y cayó un otoño lejano, una estación que no veía hace años. Estaba frente a una estación ferroviaria y era el último pasajero. El viento arrastraba las hojas y el tiempo. Tú no existías y quizás nunca existirías. La imagen permanece, pero decidí mirar la pared de la cocina donde se cuelgan en un mueble de madera la tazas. No noté nada extraordinario. Recorrí unos pasos con la vista la pieza del lavadero y el orden me asombro, el olor a una fragancia de detergente de manzana. Me aseguré en otros cajones y recovecos de la cocina antes de pensar que ocurría con estas trillizas yellow.
Separé la primera taza y descubrí los bordes negros que deja el café, los que los sorbos y los labios no alcanzan a borra. Al menos supe que había hecho con esa taza en algún momento de la mañana. La segunda, aún conservaba los restos de huevos, y hacían más intenso el amarillo, denso diría dentro de la propia taza. Una manera distinta de habitarla. Destinarle un uso real, no tan líquido. Especulo nada más. Resuelto el segundo caso. La tercera taza, que posiblemente se sentía algo abandonada ante mi inspección rigurosa, presentaba las claras pruebas del Quaquer Otmail en su versión apple. ¿Me estaría volviendo niño o anciano, me pregunté? Fue una manera de cercarme al tiempo real. Mi cumpleaños había transcurrido hace sólo seis días y febrero 28 se sopla a una nueva hoja llamada marzo. ¿Qué color tiene marzo?(En Chile es color de hormiga: todos los impuestos, colegios, los gastos caen como una lluvia negra que después pasa una aplanadora de calles sobre el pobre contribuyente doliente estrujado definitivamente.) Es un paréntesis. Como Que me conformé en parte porque había llegado a algún lugar, el origen aparente de este despiste donde aparecieron las tres tazas piolas. Recuero a mi severo padre: quién rompió el jarrón, preguntó. No era amarillo, pero era frágil ante el desorden de la infancia. Y él mismo se respondía: Nadie. Ahí no quedaba su respuesta, y decidía resolverla con una paliza de padre y señor nuestro trasero ardiendo bajo su cinturón endemoniado, como esas fustas de huaso de campo que azotan a los caballos. El aire caía a pedazos enrojecido, mudo, ardiente.
Esta vez el ejercicio con las tazas amarillas fue otro. Dejé que el primer aroma y sabor de la mañana se instalara como una simple taza de café negro, sin azúcar, como me enseñaran un marzo de intensos colores. Cae el primer sorbo que enjuaga los labios y combina el sabor con un queso holandés. Ya la mañana va tomando una presencia real. La brisa sobre la ventana es presencia de verano. Martes de Carnaval. No hay otra razón de vivir en el aquí y ahora en el trópico. Mixtura de lo inefable, el café, de lo líquido a lo sólido, con el queso, sigue su curso esta mañana a las 10. El día se reconoce asimismo en el pequeño placer del café. La escena de la mano sobre la primera taza se vuelve a mi memoria. La primera taza amarilla se va disolviendo entre sorbos y el teclado, todo en automático aparentemente. El algún lugar del cuarto queda camuflada entre carpetas, libros, objetos, el olvido.
Esta vez el ejercicio con las tazas amarillas fue otro. Dejé que el primer aroma y sabor de la mañana se instalara como una simple taza de café negro, sin azúcar, como me enseñaran un marzo de intensos colores. Cae el primer sorbo que enjuaga los labios y combina el sabor con un queso holandés. Ya la mañana va tomando una presencia real. La brisa sobre la ventana es presencia de verano. Martes de Carnaval. No hay otra razón de vivir en el aquí y ahora en el trópico. Mixtura de lo inefable, el café, de lo líquido a lo sólido, con el queso, sigue su curso esta mañana a las 10. El día se reconoce asimismo en el pequeño placer del café. La escena de la mano sobre la primera taza se vuelve a mi memoria. La primera taza amarilla se va disolviendo entre sorbos y el teclado, todo en automático aparentemente. El algún lugar del cuarto queda camuflada entre carpetas, libros, objetos, el olvido.
Unos huevos a la copa a media mañana, pan, otro sabor, textura, la cuchara, el metal, esa vieja imagen de la infancia de tras de los propios ojos y el silencio inmenso. Amarillo en lo amarillo. Se van yendo las horas en el teclado. Queda la taza amarilla en su segunda versión, estacionada en algún punto invisible de la habitación. Prácticamente borrada. No sé a qué sentido corresponde esconder un objeto, hacerlo invisible, sacarlo de la vista. Simplemente la taza A y B no existen para la C, y para ninguna combinación posible entre el terreno “no me di cuenta que estaban aquí”.
La tercera o C, amarilla, llegó para lo salado. El sabor espeso, dulzón del Quaker de manzana, el toque preciso para terminar la mañana inadvertida, ligera. El tiempo nos ha vuelto a ganar la mañana. Llega la hora del almuerzo sobre el mediodía tropical. Las palabras se diluyen en el ordenador, volátiles, van desapareciendo de la pantalla. El trópico es caliente en todo momento. (Cálido es un eufemismo de infierno). En verano la brisa es notoria y hace la diferencia. Vuela el retrato de Kafka de mi repisa. El praguense inmortal, como la muralla china, cae de pie y ya no es un desconocido, ni un kafkiano simplemente. Ni para los alemanes, judíos o checos. Hora de levantarse, dice mi espalda. La luz baña el cuarto. El terracota que rodea la ventana contrasta con el blanco hueso. El abanico en el cielo raso gira sin razón o con ella, más bien con aburrimiento y la temperatura tibia, caliente, hornea el día. Me impresiona Kafka vestido a su manera, tan impecable, peinado. Era insobornable el Dr. K con la limpieza y la escritura. La mañana sigue maquillando a su manera el día. Es hora, es hora, siento que la espalda le hace un hueco a mis dedos sobre el hombro en señal de alto. Comienzo a levantarme y a poner en orden el mismo orden. Es cuando en verdad veo las tazas, se han ido sumando, con mis palabras, en esta historia o la memoria no sé. Las recojo y veo en verdad por primera vez y constato que son amarillas ¿Cómo se unieron esta mañana las tres? No responden. Voy a al cocina, pienso en el camino si me traerán suerte en algún momento. No lo sé. Las dejo en el lavaplatos como si fueran santas baronesas surgidas a la luz oscura de algún bosque encantado a la hora del té conversando sobre un mantel rojo, cubiertas de sol.
El misterio seguía, ¿cómo hicieron para convocarse las tres amarillas en un mismo instante? Revisé bien el mueble si solo tenía tazas amarillas. No, todo lo contrario, los colores y dibujos sobraban. ¿Una reunión de tres o conspiración? ¿Qué estaban tramando estas tres mujeres?. Rolando Gabrielli©2006
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