Sobre mis hombros succionaban rosadas sonrientes primaverales jugosas, con la irreverencia del insomnio, las muy ventosas acariciaban mis pómulos junto a unos dóciles muslos providenciales, feroces, sin fatiga, sin más razón que el olvido. Sobresalían las narices sobre la humedad y la lluvia, y la escena quedaba aislada como una pequeña arca sin rumbo, en la miniatura del temporal, sofocado por el deseo. Era una corrupción compartida. Alegre, todo hermosamente irresponsable. La prosa muda recorría el cuarto firmado en terracota, como si un ángel rojo lo habitara. Volví a vivir la escena del paragüita bajo una tormenta fenomenal. Me vi en Roma entre ruinas, un amor de película, hojas de un otoño real, un vodka en la mano para repetir los silencios de humo, dos manos retenidas sobre la cubierta de la pequeña mesa de noche, en el paisaje primario de un nuevo comienzo. Lo real en la oscuridad, es dos veces real, y los viejos árboles de la sabiduría tiemblan por nosotros, hacen posible adivinar algo más que el parpadeo, yo veía el muro, la imagen ensangrentada de un prisionero barrido frente aun pelotón lleno de pólvora. No nacía más el ave de su pecho rojo. A nadie le importada esa muerte. El océano Pacífico parecía inagotable en su desdén, con su boca ancha, deja correr todas las aguas que se vienen lentas y no tan pacíficas, a veces. El tiempo se torna parapléjico, inútil, sin fuerzas, descansa cabizbajo, ensimismado, es asfixia y no lo sabe. La marea estaba baja esa noche, exagerada por la luz de la luna. El mismo paisaje de los vigías españoles. Nosotros, viejos actores secundarios, entre las ruinas y una playa abandonada. Recorrí de memoria lo que quedaba de la noche y del cuerpo. No había tiempo en este paisaje. Ya no estaba allí. Sólo tomaba algunas notas sin papel. No había ninguna razón para contaminar palabras con palabras. El agujero se hace más grande repitiendo las palabras. El lugar común, el más común de los sentidos, solía decir un español, visitado por al fantasías, cuyos fantasmas de la imaginación le anclaban pesadillas recurrentes. Aventura y embuste, una estantería completa. Le esperaba un león domesticado a los pies de cama y un caballo hacía su recorrido de memoria en Castilla, cuando visitaba el viejo mapa español. El engaño no hace daño, cuando se relata en abstracto. Aprendí a verlo en sus ojos, ávidos de sueños remotos. El león vivía un retiro y no se sentía rey, sino súbdito de una jubilación anticipada. Mantenía un sable oxidado, tal usado en Las cruzadas, a la entrada de su dormitorio, como esa espada de doble filo que todos alguna vez alzamos. Una empuñadura de bronce opaco parecía la mudez de un oficio ya inútil. Una de sus batallas inventadas en la chatarra mohosa que algún vendedor le apropió como parte de su historia. Algún secreto que no pudo revelarme contenía esa empuñadura de bronce. Fue el día del simulacro de las pizzas. Alzó el teléfono y las solicitó junto con unas cervezas frías para una noche de trópico. Nunca llegaron, aunque la norma es media hora, después que el muchacho se sube a la moto y cruza la ciudad. Sospecho que hablaba consigo mismo en una de sus fabulaciones, mientras alzaba una ceja y sonreía. Todo era un gran invento de la noche. Pegajoso el cristal de la ventana y nosotros con la espada muerta, sin enemigo, en tiempos de dudas. Imaginé o vi la pizza flotando sobre el ventanal y el motorista pasaba de largo como si la cola de un cometa lo lanzara al mar. ¿Nos contagiaba el fabulador o la espada tenía algún encantamiento? La ciudad patinaba en un aceite gastado, refrito de Mc Donalds. Olía a tabaco el cuarto. La noche se veía no tan simple, se presentaba como un zapato chino. El sable ondulado como un pie de sultán, no representaba aparentemente peligro. Lo suyo estaba en la historia que no se atrevía a relatar. Algún muerto cristiano de linaje o simplemente el viento de Oriente en el filo de su memoria. La noche de Bizancio, en sus rojas amapolas, cúpulas doradas, entraba por ausencia sobre nuestros cuerpos del siglo XXI, aceitunados en la media noche libertina. El español dejó caer su filosa humanidad sobre un pedazo de Castilla y renunció a las pizzas, a cualquier melodía que no fueran sus relatos fantásticos. Después de todo, hace más de 500 años aquí habían decapitado al descubridor del Mar del Sur. De alguna manera sentí como alguien ponía sus nudillos sobre la puerta. Eran dedos demasiado condescendientes con la madera. El español miraba el cielorraso como si esperara una estrella del cielo. Estiré la mano para sentir la empuñadura del sable por última vez. Sabía de mis antepasados andaluces, moros por añadidura. Sentí el lomo de la cabalgadura. Entré a Córdoba. Un cielo gris, acerado, perdía a la ciudad de antemano. No tuve compasión, el sueño debía cumplirse. Una espada por más olvidada, reclama una victoria. Ya nadie sería dueño ni de su miedo. La bestia me reclamaba impacientemente finalizar antes que llegara la noche. La luna sería grande esa noche, para iluminar la derrota entera. Salió al paso sólo un viento lagrimoso. Al parecer nadie se levantaría ese día. Polvo, el mar de la memoria se divisaba como un plato de lentejas. El español bajó los ojos del cielorraso y los puso frente a la puerta. Estaba detrás de los nudillos mágicos. Sólo él los conocía. Un tembloroso efecto en sus labios, el cuerpo más ágil que de costumbre, envuelto en un suave humo el rostro, sólo miró con cara de deseo. El gesto lo decía todo. pero no estaba sólo, así que suspendió la voz. Fue la primera vez que sentí entrar la noche por la ventana. La calle había olvidado los ruidos del mediodía y del atardecer. Varias veces sentimos pasar la improvisada moto del muchacho de la pizza. estrellarse al final de la ruta. Y ver su cuerpo retratado entre los hierros retorcidos en una primera plana de horror. se pierde moto y su acompañante. La fuerza del mercado es superior a todo sentimiento. Sentí tibia la noche, a pesar del aire acondicionado. Yo estaba en Córdoba, triunfante, el paso de los cascos sobre la hierba, mi empuñadura sintetizaba todas las largas jornadas, el viento de la derrota ululante era un mero eco, pero le pertenecía al enemigo. El español tiene los ojos chispeantes, habían transcurrido tantos siglos, y su película era este nuevo instante, la espada arrinconada por la noche ya pertenecía al pasado en su memoria. Lo más real era la ausencia de la pizza, la ciudad semivacía, le pasaría una pasta de tomate, rosearía con queso parmesano y me la comería con unos hongos, aceitunas, frente al mar. Dejaría que la bahía flotara con tu ausencia y la mía, porque el pasado debe compartirse como si fuera un presente sin futuro. La pasta mezclaba los sueños, un tiempo reducido a un ánfora que cruzaba el Dardanelo, la mixtura de un estrecho maravilloso, comunicante, tú, en otro espacio, me recibías ya sin la necesidad de una conquista. ¿Eran tus nudos sobre la puerta? Eso tal vez nunca lo sabré. Rolando Gabrielli©2006
Rolando Gabrielli injustamente censurado por Blogger (una empresa Google)
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