El 2005 escribí esta extensa nota desde mis entrañas, apoyado por mi bilis y esperanza, las vísceras bailaban reguè por su cuenta pioneras notas musicales a sus ancha y propios pagos. Se derribaba el efuerzo de una vida, una casa que me habia costado mantenerla, viejo Churcchill: sangre, sudor y lágrimas. El banco ya me había cobrado la casa un par de veces y faltarìan otras tantas, en este ejercicio feroz de la deuda hipotecaria. En una oportunidad lleguè con 13 mil dòlares, por un atraso involuntario, mi propio crac (crash) cric, crac, pin, pan, pùmmmmmmmmmm, inmobiliario. Algo se enredó en la caja del banco y de pronto me encontrè con la casa en una lista de venta. Un lugar muy codiciado, así que la casa se pudo haber esfumado en mis propias narices. Había sido inquilino anteriormente de un espectacular apartamento por 9 años y pagado las ganas, y nunca pude comprarlo. Conozco algo del tema en carne propia y de los especuladores, tramposos, timadores mercachifles que especulan con el techo propio de las persoans honestas. La pequeña historia personal se repite globalmente y tiene epicentro en Estados Unidos. la gente está perdiendo sus casas y eso es una noticia de terror. En homenaje a esta gente simple, comùn y corriente, dedico esta anécdota vivida a pulso en esta vida.
HISTORIAS DEL OTRO INQUILINO
UNO
El Big Ban, el agujero negro que se hizo luz, y nos transformó la Tierra en un gran bizcocho lleno de agua, conmemora su tragedia, de un tiempo aparentemente vencido, el círculo de la bestia que habita y anula las verdaderas inocentes bestias. Animales del mundo, Uníos... Escribo junto a un río, mientras se derriba la mitad de mi casa, - propiedad privada, el largo sueño personal, espacio único, lugar reconocido desde la época de las cavernas- porque de lo contrario se desplomaría sobre mi propia humanidad y de quienes habitamos en ella, al filo de la navaja. Durante largos años parché sus paredes como un samaritano, producto de la estafa de una constructora, que jamás aceptó los reclamos y cambió de razón social en la impunidad del mediodía, la hora en que los cuervos se instalan sus servilletas blancas en el Club Unión. Las vigas separadas, ausencia de columnas en lugares claves de la construcción, terreno no adecuado, bloques rellenos de papel, y un sin fin de trampas subalternas, en la retórica de la supuesta viveza criolla, obligaron a una cirugía mayor, para evitar una inevitable desgracia. En las mañanas, salto un foso para alcanzar la sala entre columnas, andamios, la cocina ya no existe, el lavadero desmantelado, alrededor de la casa unas zanjas de guerra, trincheras de este asalto feroz de la trampa. Grandes agujeros me llaman en silencio con sus ojos muertos. Sí, soy un Inquilino de la nada, hijo de la propiedad privada abusada, me subalquilo, me subarriendo, me subeterráneo. Sin óleos, y menos sacramentada, la propiedad privada. Por eso comprendo estos dolores universales. Lo que se hace aquí y acuyá con la Tierra, ya hoy baldía en muchos lugares del planeta. Sin agua, sin tierra cultivable. Haití, ese fantasma como algunas naciones de África, devoradas por la mano ruinosa del hombre. Pero no vayamos más lejos, y levantemos la vista sobre el hombro de nuestra casa. Aún nos llegan ráfagas de vientos y tormentas de Marte, y nada hemos encontrado parecido a la Tierra. Probablemente existan otros lugares en la inmensidad del espacio que crece cada día, se expande como un chicle infinito. Es probable, pero es esta hermosa Tierra la que tenemos y habitamos. En ella vivimos y compartimos simplemente la vida, en su forma natural, respirable aún. Es necesario cambiar el dial, sintonizarnos de otra manera. Basta con ver esta noche tropical, la hermosa, divina luna llena, para pensar que vivimos en el mejor de los mundos. Pero se hace necesario algo más: cambiar de actitud y predicar hasta en el desierto, arar en el mar, si es necesario....para salvar la Tierra.
DOS
El cielo azul despejado por la mano de Dios, permite hacer los trabajos sin inundaciones, en un trópico generoso, a pesar de los depredadores, insaciables, infinitos, inconmesurables, insatisfechos mercaderes de la nueva Fenicia. Herederos de la insatisfacción del mercado. Los veo en las noches transitar por el río Curundú, ávidos de bosques, animales y especies, terrenos vírgenes, con sus maquinarias y la perversidad de la insatisfacción perdida en el alma de un viejo closet mohoso, lleno de comejenes incalificables. Después, volverán con sus turcidos a las fiestas, ágapes de las buenas costumbres, a las fiestecillas de amigos y parientes y gobernantes, señores todos. Ratas de un mismo caño con sus colas untadas en oleos sacramentales. De la mano generosa del poder fáctico reman a contranatura. Dios los guíe al infierno. Amanezco con los mazos derrumbando paredes, y ya veo el parque, como si tuviera vista al mar. Herencia de un empresario que compró terenos a centavos y olvidó poner columnas, asentar el suelo, colocar los materiales acordados en el contrato de venta. Oh, propiedad privada, infinita entre todas las pestes humanas, cómo os tratan, mujerzuela de paredes vencidas, deletreada con la palabra mierda, que es escombro. Escribo frente a mi ordenador un 25 de abril del 2005, la historia anunciada, la escalofríante History de una casa herida de muerte antes de nacer. El río Curundú, pequeño hilo del silencio mira perplejo estos trabajos de rescate. Por todas partes proliferan las trincheras, nuevas columnas, y pareciera una propiedad de Bagdad, cerca del Tigris y El Éufrates, en la mismísima Babilonia por estos empresarios babosos de babas inútiles y colgantes. Los tubos golpeados suenan a melodías, nuevas cañerías y columnas, para estas ratas del pasado pisado. El piso ya no existe. Navega la casa como el Arca de Noé en silencio...
TRES
El polvo penetra el derrumbe que le alienta. La casa respira profundo, va cayendo lento el día y su pasado. El cielo azul afuera inmoviliza la mañana, nubes descuidadas. De arriba todo pareciera ignorarse o casi todo márca también el silencio. Nadie le da tregua a la casa. Viejos parches, hierros, cemento, el tiempo se detiene un instante, frío escruta, la memoria no olvida.El rostro estúpido, inamimado del Ingeniero que "inspeccionó" la obra, florece y ahora todo flota en la atmósfera, el recuerdo. La casa es blanca, pero no tiene Salón Oval. Está rodeada de pinos, selva. Ahora, bajo el implacable mazo, la retroexcavadora. Qué palabra mortal arrasa un ficus: 15 años del árbol verde de hojitas que dibujaba El Principito. ¿Cuantás tijeras lo podaron? Mis manos en sus dimunutas hojas verdes caen, así los días, sin calendario Pienso en la empresa constructora, devoradora de espacios, naturaleza, de una plusvalía inagotable, como si un cocodrilo se sentara a tu mesa con esa sonrisa vertical y dentadura de pasta dentrífica. La casa no resiste, es inútil, para qué, pensará, cómo me construyeron de esta manera, sin las columnas necesarias, con los materiales lanzados al viento, menos cemento aquí para ahorrar allá, mi piso móvil, inseguro, en verdad se sentía renga, tuerta, con sus caderas vencidas. Un trabajo digno de Los Tres Chiflados: la empresa, el arquitecto y el ingeniero. Todo se ha llenado de ruina, de un pasado apestoso, cruel, vacío, acomodado en un closet orinado por un murciélago, la percha, la Casa naufraga sin aliento, bufa, hembra que yo te galopo. Veo la sonrisa del Ingeniero de aquella Obra, satisfecho de su majestuosa criatura, y la columna invisible me hace una mueca, la señal del 666. En el techo una viga quisiera entrar en el ojo no ajeno, sino del Ingeniero y su camarilla de atorrantes constructores, depredadores, meretrices del espanto. Bloques mal puestos, rellenos de viento. Perdónalos Señor, sí sabían lo que hacían. Miro en el atardecer el espacio y el vacío que dejan las paredes derribadas. Tardes espléndidas, sin lluvia, la nueva construcción está con el pie derecho, hasta ahora, digo. La naturaleza ordena sus cosas. El hombre camina como el Jorobado de Notre Dame, cabizbajo, culpable, ciego. Siempre tropieza sobre la misma piedra. Y lo volverá a hacer. Unos peces muertos sobre el río Curundú. No son buenos tiempos. Pero no hay vuelta de hoja.
CUATRO
Conocí el terreno de la casa sin un ladrillo, ornamento, nada que perturbara el sitio. Sólo donde no iría la casa, florecían los escombros de las otras construcciones. La selva estaba tupida. Decidí avanzar hacia el río que corría detrás de la selva, a unos 10 metros de la casa o quizás menos. Ahí la ciudad deja de existir. Supe que lo tendría a mano detrás de mi patio, bajo la lluvia intensa del invierno tropical, o en esas noches mansas que las estrellas dejan caer su lenguaje de divas silenciosas, siempre amadas, con sus largas piernas azules. Había que creer en el futuro y todo estaba por construirse. Escombros y un terreno liso, vacío, abierto, enmarcado por la selva, gredoso, lleno de piedras, la humedad viva. Pasó el tiempo y la casa blanca se levantó con su techito de tejas color ladrillo, el cinc rojo, concho de vino, y los cuartos llenos de luz, la ventana a un inmenso sitio selvático y el tiempo apenas resbalado en la orilla de cada mañana con el café ardiendo en el paladar. La infancia crecía despreocupada. La ciudad a 10 minutos inventaba sus excusas para atormentarse. Sembramos pines Caribe para aproximarnos al Sur. Tierra empedrada, con no buenas intenciones, las manos ardientes, y hubo que limpiar el alma el terreno para volver a la tierra, sus nuevas raíces. El sol se adentra por las huellas digitales de la vida, aplasta, lo sientes sobre la piel indagar tu porvenir, te recrea un nuevo espíritu en la brillantez del mediodía. A la hora, en cualquier instante, alguien se subirá las nubes que se van formando con grandes baldes azules y comenzará la lluvia. Ahí, en ese instante se borra todo, menos la alegría, la risa y a correr. Detrás de la lluvia ya no queda nada. Su presencia es total. Nunca se me ha ocurrido enviar una postal de lluvia. Lo haré. En esa escena, la casa estaba en el sueño. Imaginada en el plano, en el blanco alba del amanecer, las paredes, el intenso verde, el espacio por ocupar, instalado en sí mismo. La foto me muestra la lejanía del tiempo, casi un olvido, pero no, allí la memoria fija el otro paisaje recién nacido, el pasado insepulto en el aire, la modestia de lo nuevo. Había un comienzo y eso ya era algo. Lo nuevo, signo también de una esperanza. Un nido que aterriza en el sueño, lo que todos construimos después del vientre materno. Del tibio silencio acuoso a la tierra. Paredes, ventanas, unos escalones desprendidos, el patio, alguien dormirá esta noche más que el sueño. El tiempo caerá cocido en un microonda, la mañana recostada sobre la malla de una ventana, zumba el mosquito. La noche será alumbrada por luciérnagas paseantes en su propio patio iluminado. Entro y lo primero que veo son 20 sacos de cemento. (Dice que este cemento excede las normas. Calidad suprema. Ya no existe el jardín de la entrada sobre mi ventana. La palma roja fue reubicada en un macetero. Los camiones descargan esa piedra negra casi infernal. ¿La arena nos hace más desierto? Sigo, abro la verja de hierro, le pido más bien permiso, pienso que no estoy en mi casa. Un hueco me recibe junto al muro que separa con la casa vecina. Una columna verde. Otro hueco. Tres huecos para ser exactos sobre la baldosa del pasillo de la entrada. Recuerdo cuanto me gustaba verla encerada. Con ese rojizo opaco. ¿Un preciosismo de juventud? Abro la puerta de madera. Doble llave. ¿Berlín? Y el andamio me recibe suspendido en su propia risa. Ya no hay piso. Alguna vez lo vi sobrio, elegante, lustroso, con aire de clase media. El cemento vivo, roto, un hueco enorme, la zanja de algún soldado de la tercera Guerra Mundial. ¿Seré yo?. La ventana no existe, porque la pared ya no está. Y veo el jardín del costado volado en el amanecer de su historia. Más tierra, huecos, mallas rotas, desechos, paredes derribadas. ¿Quién abrió fuego? ¿Dónde descansará mejor la ruina? ¿Sobre qué se suspende la mentira? Otro andamio en la sala. El escenario perfecto para esta obra absurda. Ven, subamos, ruina, un escalón, el ladrillo de esta esquina, un bloque y arriba. Siento el mundo bajo mis pies, el caos despeina el día silencioso, unos grillos también consideran su escenario. El cemento húmedo cuece la nariz. Sacude la garganta, llega al pulmón. Será mezcla, pronto y se traducirá en pared. Piso. La columna revestida. Gris al gris. La terraza deja naufragar un refrigerador que suda, no de frío, sino de calor. Y la lluvia tapa el día mil veces. Llega la noche. Veo unos zapatos llenos de cemento. Trapos. Un blue jeans desgastado por la vida. Herramientas. Alambre, siento como el hierro se oxida en las noches. Los andamios verdes vuelan y la casa pareciera volver a su normalidad. Que me pase a buscar un aeroplano de la segunda Guerra Mundial o un Globo Aerostático. El Zeppelín no cabría en medio de estos espacios estrechos, a no ser que se inflara aquí mismo al partir. Lanzaría todo al mar. La casa colgando de la cola del Zeppelín y un pedazo del país, con empresarios podridos, inescrupulosos, bandidos, desalmados, con sus andamios llenos de mentiras y pestilencias. La lluvia hace sonar el techo. ¿Se irá a hacer el cielo-raso esta noche? ¿Se llevará la casa, al del vecino, la ciudad, la lluvia? Ignoran, pareciera, que estamos encadenados a un mismo naufragio. La lluvia lava, el paisaje que ya no veo. La noche maneja a tientas mi perímetro invisible. La casa sangra por sus cuatro costados. La punzan. La artillan. La derriban. La descuajan. La derriban y creen arrodillar. Los materiales vencidos no mienten. Ahora edifican su propio silencio. Parecen aturdidos. Solitarios escombros. En algún momento y a su turno, todos les acompañaremos. Hay un cementerio para cada una de las cosas vivas. El tiempo se resucita así mismo. ¿Se reciclará el pájaro o su vuelo en el próximo verano? Sobre estas piedras tropezaremos una y otra vez, me pregunto, y el cemento detiene el tiempo con su inocente mirada de concreto. Se le ve pálido, poco afectuoso, polvoriento, seco, algo huraño, pero forme en sus principios de sostener la nueva casa. Diles que me usen adecuada y justamente, como debe ser. Miro hacia el cielorraso, el vacío que me lleva al entretecho. Dos abanicos son los únicos sobrevivientes que pongo a aletear, para que el viento vuele los malos pensamientos. Se ven más altos y solitarios. Abanican los escombros, la noche ya cae, no hay puertas y al fondo del patio, dos ventanas sobre el muro blanco han perdido su ornamento. Dos huecos para la noche. Enciendo el televisor de memoria y veo el reparto en estreno la película: El terror de la casa propia. En un solo acto. La pantalla resuma dicha, esa felicidad que no cabe en su pellejo. Todo está lleno de luz. El rostro de las azafatas que atienden es una sonrisa vertical al unísono. Los intereses se ajustan. La letra menuda del contrato de compra-venta, se obvia. Los seguros te miran con una cara de niño bueno. Dan ganas de quedarse y volar. Mariposas. Aguas cristalinas. El futuro. 25 años después. La felicidad es un camote blando y dulzón. Uno no se da cuenta y ya está en el Sueño de la Casa Modelo. Y sonríe la puerta de entrada, fresca, juvenil, brillante. No llores, me dice. No. No estoy llorando, querida. Sólo es una burda imitación a un viejo cocodrilo sentimental. El Sueño de la Casa propia me aturde. – No pienses en el Malo de Saint, se hundirá pronto en el Club de Yates y Pesca. Allí bebe desde las 11 de la mañana. El mar llega por suspiros. Lento, sucio, ojeroso, con los pies dormidos. Por aquí anclaron los piratas. El Malo de Saint da la impresión de mirar detrás del parche en el ojo. A la izquierda, la Manhattan ístmica sonríe para la fotografía. Apiñada en sus alturas, huele la implacable mierda de la bahía. No te rindas, la Casa Modelo me sonríe. Se sabe divina. Qué escena. Happy, happy. Tan perfecta, dama, inmaculada. Sé que me ama. No lo ignora. Soy su cliente. Qué orgullo. Hay una gran estrella protagonista y ya la conoceremos en las próximas entregas.
EL OTRO INQUILINO
EL OTRO INQUILINO
Después del diluvio, los escombros, la casa en un misterioso segundo aire Rolando Gabrielli (La Historia es un paréntesis que se renueva así misma. Ésta no es lo contrario a su círculo recurrente, la espiral dormida que crece, vegeta, se expande y se absorbe sin cesar. La pajilla bajo el agua que remonta el oxígeno sobre el aire que respira todo. La Historia deja correr su obsesión por el tiempo, nunca está dormida, se repite, a veces falsifica, crea nuevos capítulos, nunca estancada aunque pierda la memoria. Es un re-molino de viento, quijotesca, a veces, altanera, a paso imperial, modesta en la derrota, no tiene ni para sufragar sus gastos. No tiene precio. Su gasto es el tiempo, los muertos, las cosas idas, los errores de tropezar con la misma historia. Su gasto es desgaste en no pocas ocasiones. Su imperfección, totalmente humana. Acierto, desaciertos, la Historia continúa. Historias con mayúsculas, pequeñas, insignificantes, vergonzosas, delirantes, para ser contadas, ignoradas, sepultadas. Historia de victorias y derrotas, otras, llenas de mentira, falsas judas, subyugadas palomas, a hierro mata la propia historia. Esta Historia, contada fragmentariamente, nace en este paréntesis, de esta manera: “Se baja un hombre de un Taxi de unos 35 años, trigueño, delgado. Trae electricidad, velocidad en el cuerpo. Es decir, apuro. Acompaña su verbo con ademanes agitados y palabras rápidas: -¿Dónde está la puerta? Sí, pregunta, y repregunta, ante mi extrañeza. Me envió el jardinero, agrega. Esta es la dirección, la casa al lado del parque. El hombre se mueve en un circuito entre el Taxi y la casa. Le respondo: aunque pareciera que no sobra ninguna puerta aquí, podríamos ir arrancando las puertas de los vecinos, así no pierde el viaje. Dígale al jardinero que venga a ayudarnos. El día está marcado por un sol tibio, de una extraordinaria inocencia. Me voy, dice el pasajero del Taxi, y retorna con la misma velocidad que llegó. Marcha atrás en la calle sin salida. Yo me quedo mirando el jardín abandonado, violentado frente a la casa, el del costado, lleno de escombros, la hilera de 16 sobrevivientes pinos Caribe, el brazo verde de la selva que aún se niega a desaparecer a 10 minutos del centro de la ciudad. La casa blanca es el marco del paisaje, lo más próximo y camino hacia el río a la mañana siguiente, para retomar la historia, cuyo protagonista es el Promotor de esta barriada, el empresario De Saint Malo, autor de esta Odisea arquitectónica, la casa sin cimientos adecuados, con columnas sin hierro suficiente, con los bloques rellenos de papel, y que debió ser derribada e intervenida en un setenta por ciento, para rescatarla de su inevitablemente hundimiento, naufragio que la arrastraría al río y conduciría por un brazo de la ciudad, como un símbolo de la Casa Propia, de la propiedad privada, del sueño de todo inquilino, humano. PERFET PANAMÁ, se llama la empresa líder de este proyecto, Ricardo De Saint Malo, su ex líder, porque ya no existe. Todo es papel en polvo que se borra. Una zona ideal rodeada de selva, animales, aves, oxígeno, a pocos minutos de la bullente ciudad de Panamá. El Malo De Saint, nos quiso decir con Perfet Panamá, que nada es perfecto en el Istmo, menos él, que naufraga con su heredero en un mar de denuncias, pequeño Titanic con su orquesta y pianola sobre el Pacífico en el Club de Yates y Pesca, ve pasar el gris invierno sobre la mar de whiskys.) ºLa Historia a partir de un río Frente a un río se pueden juntar las palabras y hacer memoria. Este es el escenario. La espalda ancha de un muro blanco, que el tiempo quisiera ignorar. Las ventanas de ladrillos rojos atraviesan el patio un silencio abandonado. Una de ellas está abierta en plena construcción. El patio son los escombros, las herramientas, un barrial que viene del mar de lluvia, lo que fue el verde en esta desolada mañana. El día no se traiciona, sólo pasa, por un tiempo que la selva envuelve en un silencio mayor, la ausencia de todo en su secreto universo. El muro divide el espacio, define otro ámbito del silencio. Un relleno antes del río, la nueva planicie de la tierra gredosa eleva la vista, el río ya no asoma a los ojos a primer golpe de ojo y hay que deslizarse a la derecha por un bajo. Allí el hilo del Río Curundú, sobreviviente al bípedo infatigable depredador. La casa detrás del muro se escucha así misma. Las hojas caen aún en invierno. Es lo que la naturaleza agrega con paciencia cada día. Son las 10.30 A.M. Una mariposa negra aterciopelada, de cuerpo verdoso, preside la escena sobre los escombros en el costado reconstruido de la casa. Dos mariposas gemelas amarillas revolotean el mismo paisaje en su propio espacio: juego y alegría. Las gemelitas ondulan sus cuerpos y recortan el aire. La mariposa naranja de grandes alas aeroplanas, formatea el escenario a los riesgos de su belleza, sobre el cemento ruinoso, entre los pinos y traza su circuito en el sueño. En verdad es dueña de su flameante vuelo. El río recorre el tiempo. La mañana es el río que la atraviesa. El río el único movimiento que separa la selva al muro. El río pasa, el muro permanece. Los escombros rodean al muro y hay restos de baldosas, hay hierros, hay tubos, hay restos de restos, hay óxido, hay barro sobre el barro, hay ausencia de lo que no es, hay lo nuevo sobre lo viejo, arena sobre el silencio de la mañana. El patio lo enmarca una escalera, que dice sube tan alto como la Palma Reina donde se apoya. La escena se alimenta así misma, no hay un orden establecido, sino un tiempo, la casa se reconoce en este antiguo paisaje, en lo que deja de reconocer el futuro. Debiera venir la lluvia. Aún no llega. El agua se huele. La trae el viento, el tiempo que la llueve. La selva y yo sabemos que está aquí. Nos mira, de lo alto viene. El río prepara su risa. Pierde el bostezo en el hilo que lo conduce. El río duerme como un pobre en la ciudad. Sueña quizás como un rico del Nilo, que cruza el tiempo fértil de la historia. Nadie atiende la casa que se acomoda. La siento crujir. Acomodar sus nuevas paredes, las flojas caderas el tiempo. Calzarse sus nuevas losas. Comprender también que el tiempo absoluto de la muerte pasa por la ruina. La casa es la etiqueta del útero, el espacio del pozo, el sueño del laberinto, el oído ciego del caracol, la ventana que imita el paisaje, la puerta que lo comunica y deja afuera ser espacio libre. Hubo 40 noches de diluviosos escombros, fosos casi insalvables, murciélagos que viajaban por las paredes derrumbadas, la noche sobre los andamios, el teatro de la nada en andaluces pasos, y aún se siente el espacio vencido, la humedad, la lluvia sórdida que cae sobre la ventana abierta al trópico profundo, real, dueño del cristal crujiente de este tránsito que se pierde en el bosque con Caperucita Roja y su feroz Lobo que la lleva al altar ciego de aullante felicidad. Los escombros deambulan con las espátulas, brocas que no entienden el tiempo, ni los muros que ya no existen. Todo ayer ya no es hoy, y el futuro ahí en la sombra por levantarse. Me siento con la luz de una linterna en el socavón de esta mina cueva casa, con el recuerdo de lo propio, el sueño patológico del futuro, y veo pasar al Malo De Saint, con una túnica envuelto corrigiendo los defectos de las ruinas, guiado por sus antepasados franceses, con sus dedos filosos embetunados en manteca de puerco, rehaciendo las columnas, con su rostro de hollín dentro del útero de la noche, falsificado su rostro de murciélago girando en el luto de las sombras con una sonrisa tontona, que nada va quedando más que un oscuro remolino de ideas, el cuento tenaz de la casa propia. Es la mano desolada del tiempo lo que permanece y un guante azul abandonado no hace la diferencia de izquierda o derecha. Es la noche. Se respira cemento, humedad, la luz de la linterna guía la claridad de la noche que los ojos siguen. ¿Cuántos whyskies habrá bebido De Saint Malo esta mañana ya esfumada? Sólo por su luz la casa es humana. Es una frase de Gastón Bachelard en su Poética del espacio. Y tiene razón. La casa, dice, ve como un hombre. Es un ojo abierto a la noche. A veces brilla como una luciérnaga entre la hierba, el ser de la luz solitaria, comenta Bachelard, pero se queda corto en este caso. Las luciérnagas aquí son reales. Son el motor iluminado de la noche recortada en las paredes derrumbadas. Vacían sus intermitentes baterías con la gracia del resplandor. En ese instante se pierde el miedo a la libertad. Todo lo que brilla ve, dijo Rimbaud y cito a Bachelard. Pero no todo lo que brilla es oro. Y esto es una mierda, De Saint Malo. Mejor dicho en su idioma, merd. Esta no es la lámpara poética que vela en la ventana de la casa con ojos humanos, siguiendo la magistral poética bacheliana, sino la linterna en la caverna dolida, herida, vejada, la intimidad mal parida. Un ermitaño escoge su luz y es su propio ojo. La obra avanza en medio de un nuevo caos, polvo, hierro, pintura, las paredes van estirando sus espaldas, piernas, hombros, por sobre la mañana que ya viene en el amanecer. ºViaja la doliente casa en su aldea medieval La vieja casa doliente en la aldea medieval, mira sobre el puente levadizo, el sueño que la habitará. Ay reino de la nada, yo te habito con mis murciélagos blancos. El Caballero, que no soy, el perro que ladra en la esquina, es el sentido común de un nuevo día. Castillo de mis arenas, el muro no supo lamentarse a tiempo, el muro blanco enseña aún su fortaleza, el muro deja que la noche le toque los hombros, respira y detiene su blanco corazón de avena para seguir soñando con la madrugada, el alba que le refresca la prima mañana. La primera fase para cubrir el infierno creado por De Saint Malo, PERFE PANAMA, fue embodegar la mayor parte de los muebles de la casa para proceder a derribarla sin Dios ni ley. Partió entonces el camión de la mudanza y al mes, de acuerdo a lo pactado, se trajo de regreso. Dos viajes por la ciudad, cruzando el tradicional prostíbulo La Gruta Azul, un legendario cosmos de placer y diversión. Me dieron ganas de dejar allí unos cómodos sillones y llamar a De Saint Malo para seguir la fiesta de este absurdo mundo surrealista, exactamente lo perverso de las relaciones comerciales. No viajaron espejos por la mala suerte, una cábala casi borgiana. No estaban los tiempos para seguir perdiendo imagen. Regresaron los armarios, el comedor, los estantes, los objetos, las tantos cachivaches de las casas, una jaula, binoculares, unos calcetines largos de invierno azules inútiles para el trópico, un guardapolvo de profesor de química casi sin uso, tres bolsitas de tierra para la suerte, un tablero de ajedrez chino, 400 crucigramas sin resolver, 33 vasos de cristal corriente, 11 cajitas de velitas de cumpleaños, mesas cuadradas, redondas, mesas sencillas, todas de cuatro patas, una docena de sillas. Se fue la mitad de la casa y resto. Nos quedamos con objetos de sobre vivencia más las camas y unos cuadros adornando lo poco que quedaba en pie. El microonda, que después se quemaría. Vivimos cuarenta días en un estado pre cortocircuito, pestañeante y de apagones repentinos, magia de luz y sombras, ese feroz estado de titilante precariedad que imponen los electricistas perversos que trabajan con oscuras sensaciones, falsos dilemas, turbios tramos de cables, fusibles silenciosos e ignorados tomacorrientes, brakers saltarines, paneles con tripas de multicolores cables expuestos a la lluvia. Fue un milagro, esta vez, no incendiar la casa, y acabar de una vez con el sueño de la casa propia estafada. La mudanza llegó en medio de la reconstrucción. La mezcla y los muebles, la pintura crema, el mamey del fondo en un telón distinto. Los plazos no se cumplieron. La huelga. La lluvia. El ocio. El error. El cuento. El panorama se recreó en un nuevo caos. Se amobló el desorden. El nuevo espacio crudo. El interior se decora . Es una nueva escena, porque el escenario es casi flotante, se modifica, tuerce, renueva y la casa se estira en su propia perfomance. Después del pasado de crujideras, casi todo le queda bien. El desorden la moderniza en su caos, aparentemente. La visión nunca es perfecta dice el alma amarillenta, magenta, plomiza, ocre de la noche. PERFE PANAMA, el que menos. Tal vez una Sociedad Anónima llena de errores anónimos, sin nombre. Construían para el mañana, es decir las próximas 24 horas, ni un día más. Al día siguiente se veían las rajaduras en las paredes, diosas en sus propias yagas. La dejó blanca, inmaculada, como una novia, el Malo de Saint y borró la sociedad. Quedó flotando en una esquina, como si en la nada creciera el tiempo con toda su inocencia, que la perdería en pocas horas. El sueño de la casa propia se reía por las cuatro esquinas del cajón blanco, del ataúd dormido. En medio de los quebrantos de salud de la propiedad privada, vendrían aventuras de la naturaleza, el sello viviente de la selva, sorpresas del reino animal, vegetal y de sus alrededores llamados insectos y otras especies inclasificables para la imaginación de un ciudadano urbano de clima templado. Los ojos fueron para ver, veamos. Una tarde de crepúsculo ya avanzado en el atardecer tropical, siento ruidos en el entretecho, el zumbido perpetuo del mismo círculo. No son abejas, no son avispas, no son insectos. No es el viento. No es música celestial. No es un ruido infernal. Alzo la vista antes que el atardecer apague el día, y veo que sobre unos huecos del entretecho, en el respiradero superior de la casa, entran y salen raudos los veloces ciegos murciélagos del atardecer. Viajan a sus costos, entre los árboles gigantescos, los espavés de la selva y el entretecho, su nueva casa. ¿Polinizan la propiedad privada? ¿Crecerán árboles en el entretecho y un día volaremos todos en la bicicleta murciélago de E. T.? ¿Nos espera algún libreto de Hollywood, de nuevos fantasmas negros de pequeñas alas que cruzan el océano, el tiempo, y retornan a casa con sus largos abrigos de invierno que dejan al hacer la tarde tropical? Sin abrigos, más veloces, sentados en el porche, en su nueva casa, le relatan las historias del Norte, su paso por Las Vegas, a sus nietos, ya con la experiencia de un jugador consumado de Black Jack. Las cartas están en la mesa y ahora jugamos todos. La casa está en disputa. ¿Quién es quién? Llamo al Control de Plagas, que son una plaga en sí mismos. No pasa nada, se habla de sumas cuantiosas, no se asegura un éxito total: ellos ya están aquí, viven, conviven con nosotros. No fue posible dejar el entretecho sin murciélagos, a pesar de bloquear con cemento las celdillas de respiración del techo. Indiana Jones y los inocentes vampiros Un día llevé una especie de Indiana Jones del trópico, conocedor de trucos, animales y convivencia con ellos. Y preparó su acción, ataque, con un elemento más natural, de persuasión. Fue claro sobre la importancia de estos mitológicos personajes de la noche, cuyas 18 familias se extienden por el mundo, con sus principales descendientes panameños los murciélagos con nariz en forma de hoja. El hombre miró hacia el cielo, el bosque ya estaba detrás de su espalda, más bien en un canto del rostro a su derecha. Caminó con plena seguridad, la de un mayordomo que conoce el castillo como la palma de su mano. No están las rejillas, balbuceó. Ese es el sitio, apuntó seguidamente. Era su monólogo de confianza en sí mismo. Humo, humo, dijo para sí, humo y sacó una bomba plástica para resoplar como un silencioso fuelle. El humo ascendía y evaporaba. Era un trabajo asquerosamente inútil. Indiana, comprobaba in situ su fracaso. El atardecer se le volvía violeta, esfumaba. Los murciélagos regresaban cautivados por el entretecho, alucinados por la oscuridad creciente que ya se avecinaba. Volvían de sus nidos, navegaban por el aire, retomaban la señal de la noche. Indiana sopesaba el misterioso vuelo, descartaba que fuera una misión de burla a sus artes disuasorias. Optó por encender una hoguera cerca del mundo y enviar directamente con un cartón que abanicaba, la corriente de humo, necesaria hacia el escondrijo, que dejaba ver un pequeño rectángulo y que conducía al entretecho. La columna tomaba todos los rumbos, menos el indicado. El viento es el absoluto mandante en este caso. Y nos estábamos llenando de humo, mientras los murciélagos planeaban sobre su pista y amparados por el bosque, cumplían con sus milenarios hábitos. Un murciélago puede transportar en una noche sesenta mil semillas y reforestar esas áreas abandonadas en los bosques. Son los famosos frugívoros, murciélagos con nariz en forma de hoja, y parecen observarnos desde su introspección ancestral. No son bellezas de calendario, pero si útiles, irremplazables en el ecosistema que sistemáticamente destruimos. (Indiana sigue la corriente del humo y dice que sólo le queda subirse al techo de la Casa blanca). Los gitanos creen que los murciélagos traen suerte y son portadores de larga vida. La leyenda negra y el celuloide los vincula a Drácula. “Chupa sangres asquerosos, repulsivos”. Pienso en el Sueño de la Casa propia, la propiedad privada y la estafa adecuada. Sólo tres especies de murciélagos de las mil existentes, se alimentan de sangre animal. El mito rueda por tierra aún más. Sólo una se alimenta de mamíferos. El mortal Aedes Aegipty, como otros mosquitos, se alimentan de sangre y nadie dice nada, como si tuvieran licencia para matar. Son dos miserables cucharadas de sangre las que beben los vampiros. Su problema real, es transmitir la rabia, la misma que le queda a uno cuando firma estos contratos de compra-venta de una casa Modelo. Los vampiros habitan una sórdida y terrorífica leyenda. Sin embargo, los vampiros son más sutiles en su proceder. Con la saliva narcotizan su presa y hacen su corte indoloro. Más allá de su aventura nocturna, tan calumniada por la prensa roja, amarilla, la crónica de terror, el formulario de la ficción, como del folletín cinematográfico, el vampiro es uno de los animales más solidarios de la tierra, por sobre el humano. Los promotores de viviendas, tendrían mucho que aprender de sus colegas chupa sangre. En un mundo de vampiros, los vampiros reales, simples murciélagos, son criaturas infinitamente solidarias, amorosas con los huérfanos que adoptan y los vampiros de la tercera edad, que cuidan con esmero. Su servicio comunitario es tan extraordinario, que cuidan a enfermos que no son siquiera sus parientes. Difícil encontrar bípedos con dos orejas y una nariz medianamente normales, que se ocupen de su especie con esta dedicación, en tiempos en que la seguridad social tiembla como la rama visitada por un oso. No vamos a hacer una apología de estas criaturas tan antiguas como misteriosas. Indiana Jones, entretanto, sobre el techo, continúa su misión imposible. Ha subido con cemento para tapar los huecos y previamente lanzar humo directamente a los orificios en mención. Nos mira con cierto desdén desde su Olimpo. Más cercano de la irrealidad, que de las nubes, guiña un ojo en señal de éxito. Su gorro beibolero parece intacto, inamovible sobre su cabeza. El balde con cemento va en su mano derecha. Cuelga sobre su cuello, una pequeña bomba donde espera fabricar un poco de humo. Sus zapatillas rojas caza vampiros, resaltan sobre el aire. Se sabe en misión trascendente y empuja con sus ojos el gesto que ejecuta con el cuerpo. Imposible entender, pero para no alargar más la historia, los murciélagos salieron de pronto, ciegos, veloces, in súbito, sorpresivo vuelo, guiados por sus radares hacia el bosque. Indiana Jones quedó como un ocho sobre el tejado, con sus blue jeans gastados, trastabilló, el cemento cayó al vacío y él quedó colgando de la canal hasta que se deslizó con el peso de su cuerpo y se sentó con más fuerzas de la deseado, sobre sus magras nalgas. Se levantó y salió corriendo horrorizado, diciendo, no me debe nada, por el servicio. Ya era de noche y siguió siendo de noche hasta el amanecer. En el silencioso crepitar de su firme estómago Los murciélagos continuaron sus viajes. Y los custodios de la Flora y la Fauna, tuvieron por ahí algunos aciertos con culebras, cocodrilos, animales escapados del bosque. Las construcciones en la selva, el hombre que daña el hábitat, los osos perezosos atraviesan el asfalto y quedan debajo de las ruedas. Son de otro mundo esos lentos ángeles de los árboles. Yo he entrevistado a un par. Me han expresado su enorme felicidad que comparten entre los árboles y un tiempo dormido. Dejan sus lentos brazos a su uña timón y en el instante en que el espacio suma tiempo o más nada, ellos ahí viven. Nos enseñan, es lo que me dijeron, a tomar las cosas con más calma y a no destruir lo que el tiempo ya construyó. Los perezosos unen ese instante que no debe perderse. Te miran a los ojos y parecen recordarte todo el tiempo por vivir. Te sacan las cuentas de la vida con los ojos. Nos despedimos alzando nuestras manos y dedos, entra a la selva, un árbol es su casa, va subiendo lentamente, no hay tiempo. La naturaleza es sabia. Fue un nido de comején el que llevó a la viga despegada de la pared. Después a una exhaustiva investigación. Las casa flota como un alma en pena. Despegada de cimientos que nunca tuvo como un sustento normal. Columnas sin hierro, las vigas distantes de sus puntos de amarre, ya cedidas en silencio. La casa viaja a sus propios costes. Nautilus detenido en el ojo de su continuo oleaje. La tormenta iba por dentro. El comején sonreía en su apetitoso acto destructivo, la madera que corroía en el silencio crepitar de su firme estómago caía sobre su dorado plato, con todo el destino por delante y esa paciencia sostenida del triunfador. Queda el formato, y en su precaria ausencia, el contenido se ausenta con su alma en pena arrastra el cuerpo de lo que fue. El comején que oficia de arruinador público y privado, fue la luz de alarma, el detonante. ¡Se te cae la casa, gritó, con la boca chueca. ! Y miró hacia el techo, donde trabajaba de sol a sol. La viga es otra cosa, murmuró, como disculpándose. Las columnas, los cimientos, se arremangaron los hombros, encogió un ojo como señalando, este es mi trabajo de siempre, formal, independiente, silencio y seguro. Allí en su nido, el comején habitaba en la comedia de su día, inspirado, muerto de risa, por buscado y temido. Se le caía la viga, la sentía en el ojo y no se inmutaba. Su trabajo es paciente, científico, demoledor. Es un alimento de vida. A pesar de todo, los imagino como seres terriblemente espirituales, melancólicos, sublimes en al decencia del cumplimiento del deber. Siempre concluyen su devastadora tarea, sus inefables propósitos no muy altruistas. El comején se instala en la noche o en el mediodía, con todos sus recursos, y opera. Se reconoce en la ruina que deja. Documenta su labor destructiva con hechos. Su registro histórico es formidable, afianzamiento total en el terreno que ingresa. Sus pies no son de plomo, sino de silencio. Barre el tiempo, el antiguo y nuevo silencio que inaugura con su pequeña voz de comején. Por las tardes, a la hora del crepúsculo, los comejenes se reúnen para hacer un inventario de labores. Disciplinados como pocos, absolutamente paternales, futuristas, el Gran Comején les convoca en el dorado rojo atardecer tropical, para descansar y recapitular sobre el día de mañana. Las Madres Comején, muy trabajadoras, más que los hombres aprovechan para reunirse con sus hijos, revisar sus tareas, darles los alimentos, y jugar un tiempo en el ocio que el día aún les permite. El atardecer comienza a caer sobre la Casa, el blanco se esfuma lentamente. Los pinos enmarcan la casa y la selva la recortan junto al río. ¿En manos de quién dejo la casa Saint Malo? Yo firmé la escritura, sólo simbólicamente. La Casa ya estaba en manos del destino, que el Malo de Saint había construido pacientemente con su larga nariz pinocha. Se va la noche y los comejenes se preparan a dormir. Sus estómagos inflados, arden de comida, los jugos gástricos comienzan a funcionar. La Casa resiste un día más. La viga está en el ojo ajeno. Buenas noches, noche, el Gran Comején baja el telón. Sociedad de objetos humillados Las Historias parecieran tener comienzo y fin, pero esta no está próximo a ello, al menos en estas líneas, amable lector. Es un gran circulo que crece con la noche. Es un formato chicle. Los acontecimientos se reproducen en cadena. Unos derivan de otros. La mudanza de ida y de vuelta. La segunda, fue más caótica en medio de los trabajos y andamios, aún vivos, palpitando en medio de la sala. Reconociendo el espacio, un terreno aún movedizo, sabiéndose que molestan, como invitados de piedra. ¿Cuánto hizo sufrir el Malo de Saint a estos muebles, ya acomodados en su pasado? ¿Y los objetos en los automóviles personales circulando semanas tras semanas por la ciudad? La vida como un subproducto de la perversidad del Malo De Saint. Habría que demandarlo ante la Sociedad de Objetos Humillados. Esos que iban en la cajuela del automóvil ciegos por la ciudad. Ejerciendo este subproducto de la cadena de hechos desacertados, infortunados originados por la re-construcción. Las idas a la lavandería china no tienen precio. Un pequeño y angosto recinto dentro de una ferretería, con lavadoras a ambos lados. Agua fría y caliente, y dos secadoras. Uno entra, pone su ropa, hecha el detergente y la máquina con dos monedas de 25 centavos de dólar, comienza a girar. Se mueve en el sopor de la mañana, mientras el dueño desarma una, y comienza a darle mantenimiento. Él tiene un ventilador que cree refrescarle de una atmósfera sudorosa, pegajosa, agobiante. Viste de gris. No habla. Cambia monedas. Ya está, dice. Otro. Las monedas tintinean sobre el mesón de vidrio. El Gay, infaltable en estos recintos de humedades y cotidianos oficios, mira, se comunica con los ojos, va dejando caer lentamente, con delicadeza el blanco detergente que se hará lavaza y se confundirá con la ropa en unos segundos, tan pronto baje la tapa de la lavadora. El ruido es uniforme. El Gay mira, se restriega la sudorosa frente, los gestos van en aumento. La negra culona no pasará por ese pasillo chino. Le cuesta, forcejea, ahí va riéndose, pero tiene que hacerlo. El sol se come la atmósfera. El chino no se inmuta. Cero gesto. Cero humor. Cero sonrisa. Registra las monedas casi de memoria. El sueño chino. La gota de sudor amenaza con inundar el pequeño recinto. Todas las lavadoras están lavando y las secadoras secando al mismo tiempo chino. Sigue inmutable con sus herramientas y el motor descuartizado. La máquina está en chinos aprietos. El Gay es el más alegre, no se complica, sólo le queda algo en la secadora. Viste un buzo rojo, matinal. Conoce el oficio y sus temperaturas. El tiempo lo tiene dominado. Es su escenario. Son varios a la espera de la secadora. Tengo mucha ropa para secar, cuatro cargas. El reloj viaja rápido en este domingo. Minutero y secundario sudan sobre la pared china. Clic, clock, el tiempo avanza. Seca el Gay, seca la culona y el tiempo avanza. El chino ya tiene su máquina reparada. Sólo le brilla la frente. Los cabellos apuntan al cielo. Estoy en fila. El tiempo pasa, digo. Y el chino me dice, abre su silenciosa boca: ya no puedes secar, voy a cerrar. Inútil preguntarle algo, decirle espere. Recojo todo y me voy a la Casa blanca sin luz y llego en un mar de nubes tenebrosas, negras, la humedad del bosque. Colgaría la ropa y al chino sobre un árbol o en el interior de la selva. Improviso entre los escombros y acomodo la ropa como objetos, prendas de cuarta, quinta categoría. No hay casi sitio. Entre los restos ruinosos de la ruina, ni siquiera el sol se atreve a asomar. La humedad supera al espacio. Suspende las horas muertas. La ropa se impregna más de humedad. Las clásicas gotitas de agua hacen el ambiente. A veces creo que la ruina se levantará y nos sepultará a todos por un instante sólo para sentir lo mismo que ella: la fealdad torcida de los tiempos. La Casa blanca, aún deambula El sueño es irreversible, digo. La Casa blanca aún deambula, la mía. Nadie le da vuelta la página. La Casa lo pide con su silencio de pasmosa efigie. Muchas noches vi un ataúd blanco volando por la noche estrellada. Sentí sumergir el dorado casquete de la Casa blanca en naufragio. Vi con mis propios ojos entrar el cuadro armazón alargado sobre la selva esfumarse absorbido por el copioso selvático manto verde y salir junto a un lago y olvidarse de este pasado de humillación citadina. En algún momento la vi ascender como un cuadrado blanco y caer sobre una nube como un escombro vivo, ardiente, lleno de luz y absolutamente vacío. La noche se encargaba de estos sueños. Los seleccionaba en su calendario de sueños y lanzaba a rodar sobre el tejado de la Casa blanca y caían sobre los andamios. Luego era cosa de seguir los pasos de los sueños. Hacia algún lugar conducirán. Y sólo entonces la Casa blanca se redimirá de estos ultrajes y encontrará su futuro. P.D. Miro el foso como un asunto del pasado. El vivo cemento de la nada. Los jardines destruidos. Las paredes en el espacio abierto. Las baldosas picadas sobre el piso. Las vigas que no responden a nada. Viajo de memoria a la Casa Modelo. Hoy la siento más indefensa. Esa arrogancia de ser la primera, la más visitada. Ser en buenas cuentas, incomparable, es una simple utopía. Supiera de sus réplicas heridas de muerte. Son muchas más, que la que ha vuelto a erigirse en sus doce bíblicas columnas. Dejo en el olvido el mismo olvido, las ventanas, puertas, ya son testigos de lo que va y viene. Hubo noches de estrellas y lluvias torrenciales. El cielo estaba igualmente abierto. Casi todo estaba a la intemperie. El vivo cemento herido, los cimientos perdidos. El piso con cielo, pero sin piso. El pasado pisado en el umbral. Dan ganas de lanzar un tarro de pintura amarilla y otro rojo, para ignorar la luz verde. Y solo ver el azul del cielo, definitivamente. Aunque de pronto en invierno se caigan a pedazos las negras negras nubes del Olimpo. Todo es fugaz, hasta la maldad del Malo De Saint, podría arrodillarse en un puñado de polvo. Tener algo de respeto por el diablillo interior, no es un mal consejo. Si lo dejas suelto, trepa hasta el altísimo cielo. Y te mira con sus ojos rojos. Y te sopla un aire tibio del mismísimo infierno, al oído izquierdo y luego lo intenta con el derecho. Juega billar con las palabras. Sus carambolas, detrás del sol, alucinan a algunos. La fantasía sobre la mesa no les deja pensar en la realidad. La Casa blanca, ya es otra. Su piso brilla y sus muros de pie alzan el día. Aún los escombros de su pasado le enmarcan el paisaje, pero la nueva pintura le otorga un segundo nuevo impecable aire. Postdata a la Postdata: Quedaron mil detalles que resolver. Lo importante es que la casa estaba de pie, para algunos. Respiraba por sus nuevas paredes y se paraba sobre su nuevo y propio piso. Las 40 noches infernales del naufragio, dieron paso, a un aparente y apacible nuevo motor y movimiento. Se detuvo el naufragio en el corsé de la propia pequeña historia. La Casa blanca se paralizó donde estaba. Inquilina ahora de otra historia, dejó de ser primera actriz. Hubo un primer mutis conjurado ya el gran desastre. La Casa blanca dejaba en silencio sus antiguos andamios y se acomodaba en la sala de espera para una segunda orden, otro movimiento. La orquesta dejó de tocar, la Casa blanca es nuestro primer deber y salvación. Los escombros resintieron este abandono, la incomodidad de su prolongada presencia y humillación al aire libre. El paisaje aún no se recupera de los movimientos de tierra. La orquesta ya algo desmembrada se detuvo de un batutazo absolutamente discreto. La Casa blanca quedó literalmente en off, suspendida en su nuevo status. Al mediodía me encontraba midiéndome un Fracs en Black Tie, para la boda de mi hija Gabriela. Dos o tres medidas y todo quedó a su punto. La novia me acompañaba con su sonrisa ante este acto que literalmente se montaba sobre los otros hechos diarios, como en una película del cine mudo. Unos joven vestido de gris desapreció con las medidas. Para la tarde, dijo. Salimos y los preparativos continuaban. Mañana era el mañana. Como en el hilván del traje de la novia, blanco de luna llena, corría la historia. Telón blanco para los nuevos titulares. Me vestí rápidamente el viernes 10 de junio en una habitación del Hotel Miramar, frente al Pacífico. Menos minutos quedaban para la operación “entregar a la novia”, el viejo rito ancestral de los matrimonios civilizados. Subí al 4x4 espumoso, brillante. Primero la novia y su cola. Y partimos por la ciudad rumbo a la iglesia en las primeras horas ya del atardecer de la noche. La ciudad pasaba con sus grandes edificios. Llegamos al puente del Corredor Sur y todo iría más fluido en el tránsito. La ciudad a la izquierda recostada en edificios y nuevas edificaciones y al lado derecho sitios vacíos. Poca gente en el Corredor. Llegamos a la gran avenida ancha, rodeada de palmas y de un largo muro de modernas casas, donde está el ex colegio de la novia y la capilla. Un viaje que se hizo en un segundo, tomados d el mano y conversando. La vida está aquí rodando un nuevo camino. Vemos la hora. estamos adelantados en 10 minutos. Esperaremos, dijo la novia, pero llegaremos puntual. Donde vamos, para que no nos vean. Dejamos rodar lentamente el 4x4 y nos detuvimos en la vía contraria. Música suave. El silencio absoluto. El tiempo pasando en el clic, clic. Ya, ahora, dijo la novia, y lentamente nos fuimos. Las damas acompañantes de celeste a la entrada: ¡estás hermosa, Gabriela!. Entramos a la Iglesia en un mar de sonrisas, flores, y después de la ceremonia vino la fiesta, el baile, las máscaras, el discurso del brindis para los viajeros de Perú, Chile, Guatemala, Canadá, Estados Unidos y Panamá. Las lámparas, como grandes arañas de luces colgaban en el Gran Salón del Hotel, el mar detrás de los ventanales, la noche y la ciudad, mientras la orquesta tocaba esa música de felicidad eterna. ¿Bailamos?. La novia con una sonrisa, siguió los movimientos.
2 comentarios:
que bueno que publicaste el otro inquilino jajajaj
me gustó releerlo...
que bueno que publicaste el otro inquilino jajajaj
me gustó releerlo...
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