miércoles, noviembre 12, 2008



Tomaba un helado de fresa, natural, frente al sol, cuando escuché por primera vez la palabra colapso. La entendí de inmediato, porque se trataba del tráfico vehicular frente a mí. Me imaginé los filtros, radiadores, las bujías, los pistones, la inocente bomba de la gasolina volando como nubes errantes por la ciudad, piezas enloquecidas. La humedad detenía el viento, los automóviles rosaban sus narices calidas y la ciudad era una postal de hierro y vidrios. Nada se movía. El colapso total y la esquizofrenia del día, el tiempo humano. Seguí con mi helado en un aparte de la avenida como si esperara que la inocencia viniera a buscarme y a consolarme ante este día de manicomio. Colapso, me dije, me sonó a calabozo, a prisión, fin de la libertad, a punto final. No tenía más que el día por delante, las horas humanas posibles. Esperé que el elefante se moviera como una masa de pizza e ingresé al asfalto y me fui, como pude, en silencio, con resignación, un poco de heroismo, si alguien me hubiese visto.
En días pasados cuando encendí el televisor, escuché la palabra con un apellido y una repercusión de bomba atómica: colpaso financiero. Ya no dejaría de sentir, sonar, repicar las campanitas de Wall Street como el eco alucinado del infierno. El presente como una alpargata y el futuro, un acordeón indescifrable.
La marcha del fracaso insomne y de la gananacia insaciable, van de una mano gemela de diez dedos, pero que al final del día se deshace como una pompa de jabón. cada una vuelve a su cuerpo natural, sin memoria, sin nada en la mano, como si la noche trepara en silencio los escalones de una memoria inexistente.

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