Isabella está al celular y me dice, entre seria y divertida: hay un cocodrilo en el teléfono. Lo vi verde avanzando y devorándose nuestras palabras inalámbricas. Pero como seguimos conversando, me tranquilicé, aunque el ruido sordo de la lluvia se confundía con el de mil cigarras cantando en el atardecer tropical. La señal columpiaba las voces suspendidas como un eco nuevo de la infancia. Los días han estado vaciados de lluvias, cielos plomos borrados del cielo, vientos con voz de lobos, agua que arrastra islotes, desborda puentes, despoja de sus nutrientes a los frágiles suelos tropicales, troncos y ramas inician un viaje sin retorno por las copiosas aguas que se multiplican como si alguien nos recordara el diluvio.
En El Sótano kafkiano, donde habitan realmente mis palabras, la lluvia es un ejercicio menor, aislado, sin más eco que lo imaginado por la ruidosa agua sobre un tejado de zinc en mi memoria. Al subir a la superficie, una noche negra, oscura, agazapada, sin luna, empuja un viento, inusual, áspero, deseado, que obliga a cubrirse el rostro con esas ropas de los países fríos en otoño. El asfalto es de un negro más brillante, acuoso, enmarca el paisaje gris, desolado que sobrevive extranjero, experimentado náufrago bajo del agua que no suelta la ciudad. Las estrellas volverían a ser polvo o gas, todo pasa, sucede en la imaginación de un niño.
2
Vamos al cine, me dijo un día Isabella, y subimos las gradas de una pequeña tribuna en el parque. Estás quedándote atrás, apúrate, me dijo, como si el tiempo de ella fuera otro o le corriera más de prisa la imaginación del escenario que ella montaba. Estoy descalzo, respondí, y no quiero cortarme. Ajá, fue la respuesta y siguió en dirección a la última grada. Llegamos y se sentó: estamos en el cine y vamos a ver una película. ¿Cuál, pregunté intrigado?, no vaya a ser que ya la he visto. La naturaleza, respondió sin titubear. Estábamos frente a un brazo de un parque natural, rodeado por un río, un lugar protegido, el más grande que atraviesa cualquier capital de América latina y probablemente de otros continentes. Y vino la descripción del lugar que compartimos como viejos socios de un mundo mejor que se niega a desaparecer y saca su paraguas como si fuera a llover en una película de Fellini en el desierto de Atacama.
3
Y habría una segunda sección de cine en el mismo escenario bajo la misma dirección del mundo imaginario de la directora Isabella. Sobre las gradas, bajo un sol radiante, quemándonos los pies, al aire libre de la realidad. Ya en la cima y viendo el verde con sus capas intensas, me dice, un momento, debo bajar, hay un hombre que ha apagado el telón. ¿Lo ves?, no veremos nada. Voy a bajar, insiste. Y ya, frente a la pantalla imaginaria, dice que cortará unos cables que nos interrumpen la luz necesaria para ver la película. Asciende como un pequeño ángel con sus alas naturales, en pleno crecimiento. Pero no alcanza a sentarse la directora, que vuelve a incomodarse porque el hombre ha pintado de amarillo la pantalla. Baja y comienza a borrar el espacio que cubre el telón para darle claridad y poder enfocar la película sin más interrupciones.
4
En algún momento del atardecer la lluvia se esfuma, pero las nubes solo se trasladan de lugar. Pasean por el cielo gris amenazantes y sin llorar. El cielo le da tregua, es una tradición, hasta a los pecadores. Algunos pasan derecho y se estrellan con capas de nubes como si fueran cemento. Otros flotan en un limbo de nubes grises. Los menos, tal vez, superen todas las pruebas y tengan una cómoda escalera para ascender al cielo.
Lo cierto es, que en esta tregua donde el cielo cierra temporalmente la cañería, vi salir del verde follaje y volar bajo el techo de nubes grises, a una pareja de tucanes, magníficos ejemplares, símbolo de la belleza tropical, como si el tiempo se hubiese suspendido. Sobre la yerba, una pareja de armadillos, intercambiaban datos y mensajes, bajo un diciembre deslumbrantemente incierto, desconocido.
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