martes, febrero 15, 2011

La Teoría de la Noche se me cruzó por la  semipenumbra del Sótano como el último viaje de Antoine de Saint-Exupéry, ese que no tiene regreso y por eso se llama así y no hay otro. Lo más parecido  a un final de ruta. No es una meta, porque nadie compite para dejar de existir físicamente. La noche  es la sombra de la oscuridad, su espejo, casi su representante legal y autorizado. En el Sótano todas las luces son algún reflejo de la oscuridad y sus sombras. La oscuridad no apaga la memoria, es otro el interruptor que la interrumpe. Así fue que todo oscureció, cuando escribía La teoría de la sombra, una fuerza quizás más oscura que la oscuridad se expandía alrededor de la noche. La última fue una espléndida voladura del transformador. No voló un pájaro,  ni el viento, nada se sintió fuera del estallido y la oscuridad que entró silenciosa como una camarera comedida.
Dos veces se fue la luz. Yo estaba allí acostado sin ninguna otra certeza más que el silencio. Toda la noche fue hecha oscura y la luz artificial, una convidada de piedra, apagó su ampolleta por razones de fuerza mayor. La sombra  única se hizo cargo de la oscuridad.
La noche tenía luna nueva y estaba estrellada, luces tan bellas y altas, que no alcanzan más que para la felicidad, la lectura requiere luz directa, quizás no la palabra. Las estrellas para estos efectos, alumbran menos que las luciérnagas.
De pronto me iluminé con la ampolleta personal de emergencia y recordé  que tenía una mágica vela roja que compré hace unos años. Aromática, con pasado, venía a convertir el cuarto en un juego de sombras chinescas. El abanico inmóvil, recuperaba su sombra. La puerta blanca adquiría su corporalidad.
Sombra, reflexionaba, no hay mejor teoría que verte todos los días a mi lado. Era mi propia sombra la que crecía frente a la pared, como un faraón leyendo un libro y me extendía hasta el final del cuarto. sombra. Comencé a abrir y cerrar el libros para dejar que las palabras se desprendieran de las páginas por la noche  hacia un lugar   blanco y lejano, sin costuras, como una página en blanco. Se me esfumaban las palabras escritas, pero no las de la memoria. Unas partían y otras llegaban.
Comencé a escribir estas palabras para que la sombra de la escritura tuviera algún significado. Sentí la presencia del genio de la Lámpara de Aladino, como un gesto desesperado. No le pedí ningun deseo. Era inútil. Los deseos deben seguir siendo un misterio. Lo único que seguía vigente era la noche, como en un principio.  Si quería saber que estaba en la misma ciudad, sólo escuchaba  el ruido lejano de los motores de los aviones que atravesaban el mar. Su sombra sobre el mar bajo la resplandeciente luna, era posible imaginarla. La oscuridad trae un silencio impagable. Ese recogimiento de la sombra que imaginamos, pero que suelen ser todos los espacios.
La vela imponía su luz humilde, callada. Ella conoce mi memoria y me recuerda que una pequeña luz puede abrir caminos asombrosos.

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