No es una gran historia. Las cosas pequeñas trascienden por sì mismas. Hace unos siete años me designaron un aparatito gris, casi inocente, sin ninguna clase de lujos, ni funciones que no fueran de este mundo. Meses antes, quizàs un año o tal vez màs tiempo, mis hijas me habìan regalado uno, que nunca usè. El aparatito o el tipo de cosa de la cual hablo, es un artefacto tecnològico llamado celular. Yo en aquellos tiempos y mucho antes, curiosamente, me querìa comunicar con alguien que no se querìa comunicar. Gaje de la tecnologìa y sentimientos humanos. Unos anulan a otros y viceversa. Éste lo aceptè porque era màs bien un localizador de la oficina, un especie de rastreador, un chips de ninguna generaciòn, pero ùltil para cumplir un cometido de saber de una persona. Lo usaba siempre en mi bolsillo y cuando sonaba nunca lo encontraba entre libretas, làpices, paepelitos, llaves, monedas y el fondo del bolsillo que carece de fondo y sentido del orden. Nunca lo tuve muy a mano. Un objeto no deseado. Pero ahì permanecìa, silencioso, discreto, ùtil en ocasiones, indiscreto en otras, indiferente en las màs de las veces. Alrededpr de la vida iba viendo en este nuevo paisaje a las personas cambiar regularmente de celulares, nuevos modelos, con màs funciones, atractivos en el juego y la comunnicaciòn. Premios al lorito, que da la aptita, habla màs palabritas. No les harè publicidad, porque no la necesitan. La gente los usa como nidos de pàjaros en las orejas. Viven, duermen, hacen el amor con ellos. Se soban la cara, el cuerpo, rien, pelean, gritan, los cierran. escriben mil y una estupideces y se sienten muy contentos de participar en este nuevo mundo de las comunicaciones. Hay quienes tienen dos. No es que hablen con ambos, pero los atienden para distintas cosas. Y de paso miran la PC donde se reflejan las llamadas a travès de Internet. Deben haber màs alternativas, pero no vamos a enloquecer, con estas tenemos una idea. Los expertos dan cuenta cada dìa de los ùltimos avances. La gente hace filas desde las 5 de la mañana sin importar las temperaturas para comprar lo ùltimo que en un mes serà lo penùltimo y asì sucesivamente en la escala de los adelantos tècnicos. Las estadìsticas son fabulosas, pero nunca estàn al dìa. Y no es culpa de ellas. Todo cambia. Ciclos, ciclos van y vienen.
La gente emite palabras, sonidos guturales, escribe un lenguaje cifrado, se rìe, entorna los ojos, tropieza en la calle y cae, es multada por la policìa cuando va manejando con la oreja en el màs allà y en las reuniones sigue escribiendo, rièndose, mirando el aparatito, no està allì. Es una manera de manejar lo exterior, fugarse del sitio, aislarse de la comunicaciòn real, bis a bis, y de tutearse con el Yo, en un tù a tù, con el otro lejano y no el que està al lado. Hay infinidades de explicaciones. Cada quien tiene las suyas. Todas sirven para demostrar la eficacia del aparatito, el embrujamiento, por què millones comulgan segundo tras segundo a travès de un celu.
Sigamos con nuestra historia, que viene y lejos nos fuimos al escenario que a veces es màs fuerte que el paisaje. Como en cualquier lugar y tiempo, apareciò un vendedor, promotor de los famosos Black Berry, ya hace un rato largo, por la oficina. Un Plan de enganche colectivo, que podrìa incluir al gato y el perro. Gente joven, chateadora, gozadora de lo nuevo entrò como en fila india. Yo estaba un poco retirado, aislado, en otro escenario, cuando el plan se deslizaba por el Sòtano y la gente se maravillava de la nueva magia. El promotor terminò su tarea con èxito, pero le entrò curiosidad por el tipo que escribìa desenfrenadamente ante una PC, como si estuviera volado o solo existieran sus dedos y la espalda. Sentì los ojos desde un àngulo indirecto, pero directo a mì. El joven avanzò resuelto. Su misiòn ya estaba cumplida, pero habìa algo extraño que rondaba en su èxito. ¿Y èste? ¿Què hace? ¿Por què no entra? Un tipo entrenado, seguramente, para dilucidar estas interrogantes fuera del mercado. Estaba enfrascado ante una poema que me perseguìa de la semana pasada. En la cama, cuando entraba al baño y me miraba al espejo. Ahì estaba. En la ducha se hacìa màs acuoso, blando, sutil, pero se deslizaba con una persistencia delicada. En la toballa roja, un viejo recuerdo de mi imaginaciòn, sì, ahì tambièn el poema hacìa un alto. Ya vestido y sobre el automòvil el recorrido era màs largo. Frente a los semàforos en rojo, subiendo por las lomas lentamente y mirando las buganvillas en flor, la claridad de la tarde: el poema ahì estaba con sus trazos indefinidos, ingenuos, titubeantes, de asombro en sì mismo. Y de pronto la lluvia dictando su càtreda con su particular manera de hacerse presente en cualquier mediodìa o en el atardecer tropical. Significando su mensaje, sin ahogar el poema. Las nubes grises, que tienen un techo bajo, explotan en ese aguacero que todo se lleva y los parabrisas se vuelven locos. El poema no desaparece. Los truenos y rayos, convierten la travesìa por la ciudad en una aventura y ese es el poema. Lograrlo es una ventura, algo nuevo que produce dicha y felicidad. Estaba en El Sótano ty sentì como avanzaba el promotor. Estaba fuera de los ventanales cerrando contratos. La fiesta del mercado. Disfrutaba como un chancho en el barro. Se le habìa dado el dìa, presentado bien, una jornada esplèndida, exitosa. La fiesta del mercado, asì que, intentar ago màs, que lo impedìa. Un vendedor no tiene lìmites, era una de mis frases cuando daba clìnica de ventas. Què tèrmino, todo un doctor, un cirujano de guardapolvo blanco y manos desinfectadas. Avanzò y dijo finalmente: -Hola, me podrìa mostrar su celular. Notè en la textura y color de esas palabras, algo inesperado para todos, un abordaje desconocido. -Porsupuesto y volvì a hacer lo mismo de siempre, bucear por mi bolsillo màgico. Por fin apareciò el aparatito, muy sereno, sin complejos. - Ah, exclamò, es en blanco y negro. Dejò que en sus labios se delineara una leve e irònica, supuestamente, sonrisa. Habìa llegado a la Edad Media de los celulares. Un popular Nokia gris, resistente, efectivo y que cumplìa su cometido. Nadie me pidiò que lo defendiera. El aire era el mismo para ambos. Cero ventaja. El mercado fue hecho para ganar. Las diferencias, abismales. Entonces respondì, como si no existiera ningùn horizonte y viajè a la verdadera època de los tiempos verdaderos. -Sì, le dije, es que yo soy de la època del cine mudo. Sentì como el mercado retrocedìa como un fantasma. Y el ruido del cristal de una vitrina que crujìa a los lejos. Charles Chaplin saludaba con su sombrero y caminaba con su bastòn y grandes zapatos poniendo fin a la escena.
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Del Epilogar
Todo fin tiene un fin.
La gente emite palabras, sonidos guturales, escribe un lenguaje cifrado, se rìe, entorna los ojos, tropieza en la calle y cae, es multada por la policìa cuando va manejando con la oreja en el màs allà y en las reuniones sigue escribiendo, rièndose, mirando el aparatito, no està allì. Es una manera de manejar lo exterior, fugarse del sitio, aislarse de la comunicaciòn real, bis a bis, y de tutearse con el Yo, en un tù a tù, con el otro lejano y no el que està al lado. Hay infinidades de explicaciones. Cada quien tiene las suyas. Todas sirven para demostrar la eficacia del aparatito, el embrujamiento, por què millones comulgan segundo tras segundo a travès de un celu.
Sigamos con nuestra historia, que viene y lejos nos fuimos al escenario que a veces es màs fuerte que el paisaje. Como en cualquier lugar y tiempo, apareciò un vendedor, promotor de los famosos Black Berry, ya hace un rato largo, por la oficina. Un Plan de enganche colectivo, que podrìa incluir al gato y el perro. Gente joven, chateadora, gozadora de lo nuevo entrò como en fila india. Yo estaba un poco retirado, aislado, en otro escenario, cuando el plan se deslizaba por el Sòtano y la gente se maravillava de la nueva magia. El promotor terminò su tarea con èxito, pero le entrò curiosidad por el tipo que escribìa desenfrenadamente ante una PC, como si estuviera volado o solo existieran sus dedos y la espalda. Sentì los ojos desde un àngulo indirecto, pero directo a mì. El joven avanzò resuelto. Su misiòn ya estaba cumplida, pero habìa algo extraño que rondaba en su èxito. ¿Y èste? ¿Què hace? ¿Por què no entra? Un tipo entrenado, seguramente, para dilucidar estas interrogantes fuera del mercado. Estaba enfrascado ante una poema que me perseguìa de la semana pasada. En la cama, cuando entraba al baño y me miraba al espejo. Ahì estaba. En la ducha se hacìa màs acuoso, blando, sutil, pero se deslizaba con una persistencia delicada. En la toballa roja, un viejo recuerdo de mi imaginaciòn, sì, ahì tambièn el poema hacìa un alto. Ya vestido y sobre el automòvil el recorrido era màs largo. Frente a los semàforos en rojo, subiendo por las lomas lentamente y mirando las buganvillas en flor, la claridad de la tarde: el poema ahì estaba con sus trazos indefinidos, ingenuos, titubeantes, de asombro en sì mismo. Y de pronto la lluvia dictando su càtreda con su particular manera de hacerse presente en cualquier mediodìa o en el atardecer tropical. Significando su mensaje, sin ahogar el poema. Las nubes grises, que tienen un techo bajo, explotan en ese aguacero que todo se lleva y los parabrisas se vuelven locos. El poema no desaparece. Los truenos y rayos, convierten la travesìa por la ciudad en una aventura y ese es el poema. Lograrlo es una ventura, algo nuevo que produce dicha y felicidad. Estaba en El Sótano ty sentì como avanzaba el promotor. Estaba fuera de los ventanales cerrando contratos. La fiesta del mercado. Disfrutaba como un chancho en el barro. Se le habìa dado el dìa, presentado bien, una jornada esplèndida, exitosa. La fiesta del mercado, asì que, intentar ago màs, que lo impedìa. Un vendedor no tiene lìmites, era una de mis frases cuando daba clìnica de ventas. Què tèrmino, todo un doctor, un cirujano de guardapolvo blanco y manos desinfectadas. Avanzò y dijo finalmente: -Hola, me podrìa mostrar su celular. Notè en la textura y color de esas palabras, algo inesperado para todos, un abordaje desconocido. -Porsupuesto y volvì a hacer lo mismo de siempre, bucear por mi bolsillo màgico. Por fin apareciò el aparatito, muy sereno, sin complejos. - Ah, exclamò, es en blanco y negro. Dejò que en sus labios se delineara una leve e irònica, supuestamente, sonrisa. Habìa llegado a la Edad Media de los celulares. Un popular Nokia gris, resistente, efectivo y que cumplìa su cometido. Nadie me pidiò que lo defendiera. El aire era el mismo para ambos. Cero ventaja. El mercado fue hecho para ganar. Las diferencias, abismales. Entonces respondì, como si no existiera ningùn horizonte y viajè a la verdadera època de los tiempos verdaderos. -Sì, le dije, es que yo soy de la època del cine mudo. Sentì como el mercado retrocedìa como un fantasma. Y el ruido del cristal de una vitrina que crujìa a los lejos. Charles Chaplin saludaba con su sombrero y caminaba con su bastòn y grandes zapatos poniendo fin a la escena.
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Del Epilogar
Todo fin tiene un fin.
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