Un domingo puede ser tan simple
como el viaje de un delfín por una ruta ya conocida. Lanzar al mediodía unos raviolis al agua
hervida y sentir como se cocinan en la calle los afiebrados
automovilistas circulando bajo las
temperaturas de espanto de marzo. En la pantalla del televisor se repite el
viejo filme El Príncipe de las mareas.
No estoy poniendo atención a todo, más bien viendo, siendo parte de una
atmósfera. Pero hay un par de frases que rondan mi cabeza. Los libretistas
hacen su trabajo, a veces, no siempre. Deslizan palabras, sugieren, invocan
imágenes, apelan a la memoria, todo un leguaje
no escrito. Ahí pareciera estar el mensaje. Las mareas son todo, es el ciclo de la vida, dice más o
menos el protagonista. Muchos hoy se van con la marea. A otros los marea el
poder. Eso ya es harina de otro costal, que la luna pareciera no influir o
quizás, sí. (Mi alma pasta como un cordero, el influjo de las mareas).
En el orden de las horas, el infierno
pareciera haber establecido sus puntos
de apoyo. Una marea de fuego recorre el trópico y nada se mueve, como su
recibiera una orden la orquesta del Titanic. Los raviolis ascendieron a la
superficie del agua hirviendo con la liviandad
de su masa, pequeños ángeles del mediodía. Muchachos, me dije, este es
el minuto. ¿Ustedes que piensan, este es el día? Los pequeños protagonistas permanecieron inmóviles. Vaporosos, sin ningún gesto que les delatara, absolutamente discretos. Mi memoria sostenía otro mensaje complementario, que me trasladaba a la infancia. Llevo semanas sin encontrar en los supermercados queso parmesano rayado. ¿Deberé comprar un trozo entero? Recuerdo a mi padre y madre rayando el queso parmesano los domingos. Un ritual dominical. Eran otros tiempos. Siempre me detenía a ver un cuadro con una pintura del diario La Nación y unas tunas dibujadas sobre el papel periódico. El cuadro colgando de la pared del comedor. Los cuadros no tienen otra manera de hacerse presente que colgados. A veces cuando estaba solo me acercaba al cuadro para ver detenidamente el sorprendente realismo de la obra, porque daban ganas de tomar una de las tunas y comérsela. Me quedó grabada la fecha del diario: 1931. Era un domingo distinto, el de la infancia. Son más largos. Quedan encerrados y parecieran que nunca van a terminar. El día es como un tren, viaja para encontrar una estación. Es tan largo Chile, como el olvido.
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