Escribir es una manera de conocerse asimismo y lo que a uno le rodea. Es una obviedad, pero cuando se descubre conscientemente, entonces tiene importancia. Dejar una huella, puede ser romántico, algo ilusorio, pretencioso y también adquirir el carácter de urgencia, sin pensar necesariamente en la posteridad.
Kafka nos trazó el camino sobre esta pulsión interior incontrolable, como ningún otro escritor quizás, desde la intemperie, sin pretensión de dejar aparentemente un legado o un mensaje que no fuera a su destinatario. Mandó quemar una palabra ardiente, que nunca fue cenizas, al contrario, fuego vivo en el arte iniciático y permanente de la literatura y la palabra. ¿Kafka se inmoló en la palabra? Sin obsesión, el arte pedalearía en el vacío.
El que descubre la huella tiene la continuidad de una esperanza, el legado de ese pionero que quizás nunca tenga nombre. Cubrirse de gloria de esta manera, es casi un acto absurdo y un poco pretencioso. Preferible que las aguas de un río pasen una y otra vez, y todo permanezca distinto en un mismo curso si fuera posible.
La escritura es indagación, búsqueda, descubrimiento, testimonio, registro, recreación, relato de un palacio que erigió la belleza y el amor, tributo a una mujer; historias que la palabra no permite olvidar, crónicas, poemas, ensayos, novelas, simple folletín de la vida.
La huella que el hombre persiste en dejar se traza en presente hacia el futuro, pero la memoria todo lo convierte en pasado.
Se escribe y reescribe, se cuenta casi lo mismo de distinta manera.
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