El día que
le hablé a Wendy de Proust,
es uno de
los más inolvidables
de mi
carrera profesional
de libretista Ghoswriter super anónimo,
-de esos
que escribían en la Edad Media
y se
ocultaban en los bosques y escribían
encapuchados
en las posadas
como secretos monjes de la palabra-.
Wendy, me
decía para qué lo haces,
es tan
lindo que sepan que eres tú
y te
conozca el mundo, baby.
Yo prefería
recordarla cuando esquiaba
en los
Alpes y sobresalía su piel canela
entre la
nieve y los aristocráticos esquíes.
Es por
protección, querida, le respondía,
el mejor
secreto es la palabra invisible
esa que no
tiene origen,
nace debajo
de una piedra
y tiene raíces
propias.
Oh,
exclamaba Wendy,
se hacía la sorprendida,
sin
entender lanzaba
una auxiliadora exclamación.
Nunca supe
si era para salir del paso
o
simplemente era una coartada
que manejaba con tal naturalidad
que la
conversación no perdía
sentido ni
ritmo.
Recuerdo
que fue una mañana,
caía una
llovizna propia de la estación,
ella
siempre estaba alegre,
no se hacía
problemas
porque la
vida es para vivirla,
un amigo la
calificaba de guerrera,
tenía sus
méritos y sabía
sonreírle a
todo, incluso al mal tiempo.
Me has
dejado intrigada, me dijo,
quién era Proust
y en qué había
ocupado o
perdido su tiempo.
Ella
valoraba cada minuto de su vida.
Voy al Gim,
soltó una sonrisa,
a tomar
formas, resistencia y ganas,
a la vuelta
me cuentas.
Sospeché
que algo sabía,
la alusión
al tiempo perdido,
era una
pista a no perderla de vista.
Rolando Gabrielli 2021
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