Soy un observador ocasional del tenis, intermitente, no lo he
practicado, mi deporte favorito es el fútbol, pero cualquier disciplina
deportiva la veo, sigo su práctica y la privilegio de una sola
manera: su excelencia, ética, compromiso, honestidad y disciplina. No todos
pueden ser campeones, exitosos, llenarse de gloria, acumular trofeos, ser
ídolos, admirados, ocupar grandes titulares y pasar a la historia.
El tenis es un duelo absolutamente individual, donde la mente
muchas veces supera al estado físico, la concentración máxima de cada uno de
los dos oponentes se pone en juego, la suprema tensión que puede resumir este
arte que cumplirá un siglo en unos pocos años.
Tenis, tennis, tenez, la palabra es la misma para llamar a este
deporte que se practica en un rectángulo de cemento, tierra abatida y hierba
natural: US Open, Roland Garrós y Wimbledon. Son muchas más las canchas
importantes y torneos donde se ha desarrollado la historia global de
este deporte. Se toma como un hecho que el
tenis nació en la hierba natural, pero esta breve nota no es para
hacer historia, dar clases de tenis, porque a la pelota amarilla se le golpea
de infinitas maneras y yo me sigo sorprendiendo con el irónico, letal,
malicioso, toque maestro del drop shot, donde el contrincante
es superado, siempre, por la magia más que la fuerza. La pequeña pelota
amarilla es golpeada de diversas maneras, una y otra vez, de lado a lado y el
espectador la sigue con la vista desde las tribunas, porque es el centro del
juego y no deja de sorprender la velocidad y los ángulos que suele tomar
durante el juego.
Este domingo 7 de noviembre del 2021, me senté en el sillón a ver a
Novak Djokovic /34), el número uno hace ya siete temporadas, contra el número
dos del mundo, Daniil. Medvedev (25), el
joven gigante ruso de casi dos metros de altura. Era una revancha, Nole había
perdido la posibilidad de ganar su 21 avo Grand Slam en el US Open
y ponerse por encima de sus dos competidores históricos, el suizo Roger Federer
y el español Rafael Nadal, precisamente ante un sorprendente y eficaz Daniil.
Dos, de los tres mosqueteros más famosos y aguerridos del tenis contemporáneo,
Federer (39) y Nadal (35), han dejado los torneos, transitoriamente, por
reiteradas lesiones, cediendo la supremacía absoluta al serbio. Los Tres
Mosqueteros se vieron por última vez en el Roland Garrós, donde Djokovic se
alzó con el trofeo, en un terreno donde el español Nadal ha hecho historia
dentro de la historia. Roger Federer, uno de los más virtuosos espadachines del
tenis, le ha dado a este deporte elite, de clase social alta, exclusivo, para Ladys
and Gentleman, una música inconfundible, insuperable armonía, sincronización, la magia de un
lenguaje corporal sin palabras. Un
ejemplo del Duende que nos hablaba Federico García Lorca, donde solo las
estrellas reconocen la luz del firmamento que iluminan.
En su último duelo,-el Abierto de Francia- Nole, que lo llevó a un
escalón más al podio del mejor de todos los tiempos, tomando en cuenta el
número de títulos ganados y otros datos que conocen al dedillo los expertos y
fanáticos, mostró su jerarquía, temple, el arte de la fortaleza mental y la
voluntad de vencer. Ha hecho una costumbre perder el primer set y remontar como
el Ave Fénix, jamás apuesta a su derrota. El ruso Medvedev, en un gran gesto de
hidalguía, cuando lo derrotó en el US Open, le dijo: para mí tú eres el más
grande de la historia. Curiosamente,
Nole juega cada partido también con un adversario fuera de la cancha, un
comentarista de una cadena en español, que no se convence de las virtudes del
serbio, por decir lo menos en no pocos desaciertos de sus opiniones.
El tenis es un duelo sin tregua, nunca se presenta igual, las variables
son numerosas, pero la atmósfera de la derrota se lleva también los aplausos,
esa lucha contra uno mismo y el destino que ya está escrito. El que
sabe de todas estas sensaciones, porque las vive, es el jugador que
está sostenido en la cancha por sus zapatillas de
marca, convicciones, deseos de ganar y
derrotar no solo a quien tiene enfrente, sino a su propia soledad.
El serbio ha ganado el Rolex Master de París, y echado
a andar una vez más el reloj de su
propia historia.
El pequeño árbol, trofeo que representa físicamente su
triunfo, seguirá echando raíces para el crecimiento de nuevos frutos y triunfos en su brillante trayectoria como tenista.
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