La ciudad
permanece anclada, vibrante,
la definen sus laberintos,
de calles sin nombre:
Sal si puedes.
Y desprevenidos transeúntes
la caminan al ritmo de un sol quemante
bajo las distraídas sombrillas
que se pierden en el paisaje,
de un cielo de aves peregrinas.
Nada es más verde que sus selvas,
ni comparable a las lluvias
que inundan sus calles.
Es la memoria de los conquistadores,
de quienes han llegado a sus playas,
impulsados por el viento de la historia.
Allí la naturaleza se llena de esperanza,
el tiempo respira a sus anchas,
crece el bienestar del árbol y del hombre.
La ciudad no sólo son sus clavos
y el cemento que la sostiene,
ni sus autos que la viajan y contaminan,
el óxido húmedo de la estación lluviosa,
el hongo que crece solitario o el nido
que incuba sus polluelos bajo alas nuevas.
La ciudad somos nosotros,
la frontera posible de nuestros sueños,
el eco agónico, tartamudo,
las palabras que me devuelven tu voz,
tu risa inconfundible que la ciudad reclama,
lo que el sol desnuda a la luz de tus ojos,
el paisaje que la memoria convierte
en un solo camino: aquí y ahora.
Rolando Gabrielli2023
1 comentario:
Y creo no es casual el estilo de tu poesía como observante, dice Rancier que el extranjero persiste en la curiosidad de su mirada, desplaza su ángulo, vuelve a trabajar el montaje inicial de las palabras y las imágenes, deshaciendo las certidumbres del lugar, despierta el poder presente en cada cual de volverse extranjero al mapa de los lugares y trayectos generalmente conocido con el nombre de realidad. De este modo, el extranjero desata lo que anudo.
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