Fulgencio Atacama, no tenía nada de excéntrico y si no
era admirado por su arte rutinario, casi un mantra en el mar de la tranquilidad,
pasaría desapercibido como una ola en altamar. Disfrutaba de su soltería, sin la humildad de un cura
franciscano, precisamente, y si bien tenía una cierta malacrianza con los
poetas modernos, su expresión a primera vista, reflejaba la mirada inexacta de
Quevedo, donde una indescifrable picardía podría llevarnos a uno de los sonetos
de su ruinoso verbo desesperado.
Don Fulge, como le llamaban por cierto, en ocasiones
íntimas, había abandonado casi todas las prácticas sociales, vagabundeaba por
los meandros de sus propias aguas, era en realidad una brújula sin puerto donde
lanzar un ancla. En su juventud, tiempo de metáforas, leía a poetas de la Edad Media
como un monje que disfrutaba los secretos silencios de las páginas prohibidas
en una discreta abadía. De ese tiempo, que guardó en la memoria, se resistía a
convertirse en un chip y aún prefería las páginas de un escritor anónimo, sin
ninguna pretensión más que el entretenimiento.
Para algunos visionarios del presente, apóstatas de la
palabra en cualquiera de sus usos y formas, fanáticos de la imagen como único lenguaje de curso legal, Fulgencio era
un imperdible de épocas ya superadas, vieja pieza de museo mal estacionada en
el olvido. Siento que les intimidaba su silencio inefable, una marcada, invisible
presencia, esa que solo aspira a ser ignorada ante cualquier historia Best seller.
El humor, decía, y lo practicaba, es la mejor carta de
presentación, y antes de recurrir a él, recitaba las notas del pentagrama como
si fuera a entrar a la Scala de Milán, y no existiera más que la musa que solía
soplarle poemas al oído que memorizaba para cuando vinieran mejores tiempos,
porque siempre es posible ver lo que el
horizonte suele ocultar a primera vista. Si un biógrafo quisiera describir a
Fulgencio, llegaría a la conclusión que nunca quiso ser alguien diferente de lo
que era y podría llegar a ser.
Yo lo recuerdo con un aire distraído, sin caer en la
nebulosa, mantenía su mirada extranjera, sin patria reconocida, ni adulterada,
un artista singular de la cuerda floja, pero con los ojos bien abiertos sobre
todos los abismos que nos rodean en épocas que se abren paso con el cuchillo
entre los dientes. Para mí, es difícil olvidar un personaje de este talante,
por eso me he permitido dar un vistazo , casi de reojo, a una historia a la
cual no pongo las manos en el fuego.
(Para no equivocarme que he hecho lo correcto, mientras
escribo, escucho Las cuatro estaciones de Vivaldi, y me entrego a sus
movimientos rápido, lento, rápido, como suele ocurrir con la vida.)
Rolando Gabrielli2023
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