domingo, marzo 11, 2007







El tiempo guarda escombros, recicla paisajes, hace memoria la historia y los días se van apilando sin dientes, con sus uñas torcidas por el viento de la espera. Pasan, suceden, transcurren y se saben ungidos en la fe del espanto. Ignorados con sus cabezas negras de ataúdes, pasan, sucede que transcurren, días sin nombre, atornillados al pasado, flojos de dentadura, insomnes, tiempo de tornillo y tuerca, y se agitan en la tormenta de un vaso de agua. Definitivamente ruedan atascados en la hoja de un calendario. La memoria es esta traición involuntaria del pasado. Algunos piensas que los recuerdos son una tradición. Los alojan en un compartimentado alquiler vista al olvido. Las cosas se pierden en el pasado y se recuperan en el presente. También circulan como objetos las palabras, esos raros momentos de piedra atravesada en el camino.
Pueden existir frases que desencadenan acciones, reacciones, pasos, decisiones, movimientos, cambios profundos, escapes, miedos y todo lo contrario: placer, tranquilidad, pasión. Las frases salen como tirabuzones sin ojos del poder, se publican y difunden en los medios, otras quedan flotando en el ambiente, se inscrustan en los luagres públicos, ruedan, y otras se mantienen espasmódicamente. Tienen colores; rojas, negras, azules, las palabras adquieren sus contenidos, arrastran un compromiso, hasta que lo cumplen, y luego se disuelven aparentemente en su atmósfera, el sitio silencioso donde se reciclan. (Mientras exista este bípedo de las cavernas, las palabras seguirán repitiéndose, divulgándose, archivándose, escribiéndose, expulsándose de las gargantas más diversas hasta el fondo del corazón y de la nada, perdiéndose como palabras al viento). Algunos dirán: son palabras después de todo, pero como reflejan, dicen, pesan definitivamente y ordenan situaciones, empujan brújulas, cambios radicales, levantan desde sospechas a falsos testimonios, certifican la defunción del pasado, atornillan el presente o comprometen un futuro esplendor.
Un Coronel retirado,- que cargo más inofensivo, mediocre y divertido, sin riesgo alguno- me dijo: Váyase, limpiarán hasta la Inmaculada Concepción. No quedarán ni las velas de los entierros, las piedras se arrepentirán de haber nacido. Después de lo dicho, desapareció como un escupo lanzado al viento de la noche.
La ciudad nunca más fue la misma. y nosotros, menos. Ocurría no sólo que algo cambiaba, como se espera con el paso del tiempo, sino que más bien se quebraba y rompía en el cristal de esos días. Pensé en Australia, México, lo más lejos de mi mismo. Si iba a pisar lo desconocido, aunque ya había estado en el DF, debía hacerlo por decisión propia, esa que la nostalgia empuja como el olvido. Colombia era un destino, más real, y también aprisionado en el deseo, dibujado como una puerta de escape. El Coronel se había despedido con una sonricita nerviosa, de pasajero en tránsito. Él ya tenía trabajo además de la jubilación, en la nueva y encantadora República.
Llegué al apartamento y por primera vez acaricié la Sansonite blanca como una criatura dócil y sentí por lo que me transmitía su textura, que saldríamos a dar un largo paseo hacia algún lugar. Se mantuvo silenciosa en su blanco sepulcral y ahora sé que sintio mi mano tibia como la de un amigo, un compañero de viaje, más que la de un viajero ocasional, que en algún momento se desprendería de ella como un ticket. Nos habíamos adentrado en una complicidad sin mayores palabras. Dependeríamos del silencio mutuo de ahora en adelante.
Yo había sido exonerado como Periodista de una repartición pública. Cesado de mi puesto de trabajo, sin derecho a nada y fuera del ejercicio de mi profesión. Era una suerte de pasaje a Limbo City. Estábamos en primavera, pero nos sentíamos en un invierno sórdido, sangrante, coagulado entre el espasmo y el estupor. La cordillera nevada era el adorno más espectacular de Santiago y nos daba una sensación que al otro lado debía existir algo más. La nieve siempre es una esperanza, un sueño. En ocasiones de apremio vi atravezar la blanca Sansonite, la dura Cordillera, con algunas cosas personales, adelantándose a los nuevos tiempos. El tiempo comenzaba a doblar sus primeras esquinas. La ciudad se borraba con sus habitantes, devorados por las circunstancias, fagocitados literalmente, como en una cómica de glóbulos rojos y blancos.
Partir era el bolero, año 75 del pasado siglo, país gris de viseras y paso de ganso, escenario cuartelario, la ciudad rompía al alba con miedo de atardecer incierto, oscuro, una acrga demasiado pesada para el sueño. Flotaba en las calles la atmósfera de viaje, un sentimiento de sólo me volverán a ver la espalda.
Fue una madrugada. Subí a un bus con mi hermano y la Sansonite destino a Colombia. No había regreso. Amanecer de invierno, el último con esas caraterísticas y con el Dictador. Un abrazo y en unas horas Bogatá. Después vendría Panamá y siempre con la Sansonite. Viajes por América latina. De alguna manera el pasado encerrado en al vieja valija, la maleta del último Santiago acerado por el gris invernal y blindado por la dictadura. Ahí cabían las palabras del Coronel jubilado. Su sonrisa satisfecha y de paso algún reconocimiento a sus oportunas recomendaciones. Los desaparecidos no tuvieron esa oportunidad.
Conservé 32 años después la Sansonite. El dictador ha muerto. Es hora de enterrar el pasado, dejar que viaje hacia un lugar con otros destinatarios, y mejor estará archivado en el olvido, que también es una parte de la memoria. Rolando Gabrielli©2007

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