La poesía es como un corcho en el agua: flota, se hunde, sobrevive, naufraga, asoma y siempre viaja por un gran río profundo, interminable, de vocales y consonantes, más bellas, duras, sutilmente visibles o etéreas las palabras, imágenes, metáforas.
La literatura es también este viaje indescifrable. Siempre habrá un puerto para un último poema o novela, pero el corcho se reanimará en otro río, que es el mismo, para continuar su periplo, el ciclo sobre la superficie, el naufragio, la zozobra personal de la palabra.
Una vez el corcho entra en el agua, sabe que viene un largo viaje, pero reconoce sus habilidades, pericias, la materia que lo conforma, y su fortaleza está en la fragilidad, en el vaivén de su instinto ante los deasafíos de esas aguas, la aventura, de la palabra como en el poema.
El corcho es tan hermético como la palabra, una metáfora en sí mismo. El corcho tiene su propio oxígeno, como la palabra, es un aire que atraviesa el tiempo y las distancias.
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