jueves, junio 23, 2022

III                      

Parecía una plaza de provincia recostada en  el rabioso atardecer de un domingo de soledad y olvido. Era la mañana de un día de trabajo, cualquiera y no se diferenciaba de otro. Denver, exonerado, que quiere decir ambiguamente, aliviado de una obligación o separado de un cargo, atravesaba  la plaza sin apuro, con un premeditado descuido. Una palabra de doble filo y uso, pensó, mezcla de ángel y demonio, ese embutido tan parriano. En este caso a la deriva de los tiempos, como el de millares, de Norte a Sur, de mar a cordillera, incontables los que habían perdido de un plumazo su trabajo sin ningún derecho y se desplazaban hacia la nada  en todo el territorio nacional. Daba la impresión que no pasaba nada, total normalidad, pero la autoridad estaba vigilante en todas partes.

Las plazas también viajaban en un silencio espectral, algunas palomas deambulaban sin mayor compromiso con el entorno y sobrevuelan los espacios vacíos, con la austeridad de la historia y la realidad. El paisaje también parecía expectante al momento que se  vivía, tan denso como las páginas amarillas.

Denver, joven, de pelo largo, hipeando los tiempos de la poesía, algo natural en los años de los descubrimientos, apetitos intelectuales voraces, lecturas al amanecer, copas  en los ruidosos bares de las noches, sabía que cargaba un pasado más allá de la memoria y de lo vivido. La imagen cobraba  la fuerza de una ola inesperada que ya no se detendría y podría ahogarte en cualquier esquina de aquellos días.

Apresuró el paso cuando se aproximaba un policía surgido de la nada, como solía ocurrir porque estaban en todas partes, y ya estaba muy próxima la peluquería, su destino y objetivo final. El policía llegó hasta la puerta y miró  hacia el interior de la barbería, constatando  que todo estaba normal, según sus términos y valorización. Se retiró sin ninguna prueba a continuar con sus rondas habituales, mapear el lugar  donde fue designado. Denver se sentó plácidamente en el sillón para que el peluquero procediera a su trabajo y terminara con ese aspecto que no cuadraba con los cánones oficiales. Era una atmósfera tranquila, más bien apacible, una apartada isla que respondía a su propio  silencioso epicentro. Se sumergió en la nada, en el simple ejercicio de no pensar por unos instantes. Borrar la pesadilla del momento que recién comenzaba y duraría una eternidad.

El pelo  caía en la liviandad de su peso y cerraba un tiempo, más bien abría otro lleno de incertidumbre, inédito para millones de personas. Había un solo espacio de tiempo entre el pelo y el piso de azulejos grises de la peluquería que los dispersaba en la quietud de una mañana atemporal que sería rescatada casi 50 años después, cuando el olvido se transforma en memoria. En ese curso aparentemente intangible de los acontecimientos quizás anecdóticos, siempre la historia cae por su propio peso, se descifra asimismo. Denver no buscaba la belleza en la peluquería, no eran tiempo para la estética, ni hacerle la manicure a la historia de esos y aquellos días. En las calles de la ciudad gris, ensangrentada, torturada, habían comenzado a cortar el pelo con bayoneta y también los pantalones a las mujeres. Se podría llegar a pensar que superaron a los futuros y desconocidos talibanes, pero también se guillotinaban y quemaban libros en primavera. Teníamos noticias de las quemas, bajo la euforia de conquista del Tercer Reich, pero el uso de la guillotina era considerado más silencioso, privado, quizás profiláctico con las ideas, porque iba implícito el corte de manos del autor, el escritor que imaginó y soñó un mundo mejor. Algunos llegaron a preguntarse si este comité editorial se había inspirado en tiempos  de Robespierre.

Mañana no iba a ser más que otro día.

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