III
Parecía una plaza de provincia
recostada en el rabioso atardecer de un domingo de soledad y
olvido. Era la mañana de un día de trabajo, cualquiera y no se diferenciaba de
otro. Denver, exonerado, que quiere decir ambiguamente, aliviado de una
obligación o separado de un cargo, atravesaba la plaza sin apuro,
con un premeditado descuido. Una palabra de doble filo y uso, pensó, mezcla de
ángel y demonio, ese embutido tan parriano. En este caso a la deriva de los
tiempos, como el de millares, de Norte a Sur, de mar a cordillera, incontables
los que habían perdido de un plumazo su trabajo sin ningún derecho y se
desplazaban hacia la nada en todo el territorio nacional. Daba
la impresión que no pasaba nada, total normalidad, pero la autoridad estaba
vigilante en todas partes.
Las plazas también viajaban en un silencio espectral,
algunas palomas deambulaban sin mayor compromiso con el entorno y sobrevuelan
los espacios vacíos, con la austeridad de la historia y la realidad. El paisaje
también parecía expectante al momento que se vivía, tan denso como
las páginas amarillas.
Denver, joven, de pelo largo, hipeando los tiempos de
la poesía, algo natural en los años de los descubrimientos, apetitos
intelectuales voraces, lecturas al amanecer, copas en los ruidosos
bares de las noches, sabía que cargaba un pasado más allá de la memoria y de lo
vivido. La imagen cobraba la fuerza de una ola inesperada que ya no
se detendría y podría ahogarte en cualquier esquina de aquellos días.
Apresuró el paso cuando se aproximaba un policía
surgido de la nada, como solía ocurrir porque estaban en todas partes, y ya
estaba muy próxima la peluquería, su destino y objetivo final. El policía llegó
hasta la puerta y miró hacia el interior de la barbería,
constatando que todo estaba normal, según sus términos y
valorización. Se retiró sin ninguna prueba a continuar con sus rondas
habituales, mapear el lugar donde fue designado. Denver se sentó
plácidamente en el sillón para que el peluquero procediera a su trabajo y
terminara con ese aspecto que no cuadraba con los cánones oficiales. Era una
atmósfera tranquila, más bien apacible, una apartada isla que respondía a su
propio silencioso epicentro. Se sumergió en la nada, en el simple
ejercicio de no pensar por unos instantes. Borrar la pesadilla del momento que
recién comenzaba y duraría una eternidad.
El pelo caía en la liviandad de su peso y
cerraba un tiempo, más bien abría otro lleno de incertidumbre, inédito para
millones de personas. Había un solo espacio de tiempo entre el pelo y el piso
de azulejos grises de la peluquería que los dispersaba en la quietud de una
mañana atemporal que sería rescatada casi 50 años después, cuando el olvido se
transforma en memoria. En ese curso aparentemente intangible de los
acontecimientos quizás anecdóticos, siempre la historia cae por su propio peso,
se descifra asimismo. Denver no buscaba la belleza en la peluquería, no eran
tiempo para la estética, ni hacerle la manicure a la historia de esos y
aquellos días. En las calles de la ciudad gris, ensangrentada, torturada,
habían comenzado a cortar el pelo con bayoneta y también los pantalones a las
mujeres. Se podría llegar a pensar que superaron a los futuros y desconocidos
talibanes, pero también se guillotinaban y quemaban libros en primavera.
Teníamos noticias de las quemas, bajo la euforia de conquista del Tercer Reich,
pero el uso de la guillotina era considerado más silencioso, privado, quizás
profiláctico con las ideas, porque iba implícito el corte de manos del autor,
el escritor que imaginó y soñó un mundo mejor. Algunos llegaron a preguntarse si este comité editorial se había inspirado en tiempos de Robespierre.
Mañana no iba a
ser más que otro día.
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