miércoles, junio 22, 2022

 II

La avenida parecía más extensa de lo que ya era y esos son muchos kilómetros. Detenido informalmente para cruzar en un punto céntrico y crítico de congestionamiento vehicular. Pensando en nada y en todo, lo que no es poco, al mismo tiempo, pero lo suficientemente confuso, para  no estar en el lugar. Una manera de pensar sin pensar, de ver sin ver, un enorme espacio para la anarquía de las ideas que se atropellan y enredan. Probablemente una buena parte de la población tropezaba, por esos días, con sus propios pies y las ideas  fluían a borbotones o se apagaban en una especie de circuito cerrado, no llegaban a expresarse con naturalidad. Nunca fuimos más insulares que en aquellos días, la pobre capitanía que nacía en el desolado desierto y rompía en los  glaciales infinitos, una patria sangrientamente poética, casi desdibujada entre el océano y la montaña, arrinconada por el olvido, abismalmente telúrica.

Dejamos de soñar, de tener memoria, esperanza en un futuro. Nos convertimos en una manada  empujada al matadero. Recuerdo las calles empedradas, vacas y toros, bufando, orinándose, mugiendo, repartiendo las últimas heces camino a la muerte. De seguro sabían lo que les esperaba, intuición, sensibilidad animal.

El semáforo estaba alejado, el cruce, era difícil atravesar sin arriesgar más de algo. De pronto Denver gira la cabeza hacia el costado izquierdo de su cuerpo y ve un rostro que se encuentra con sus ojos. A pesar que su ruta mental divagaba, hacía un inútil recorrido por los días sulfatados, reconoció a Juan Viñales un viejo conocido el barrio, con quien  jugaba con un grupo de amigos a la rayuela, frente a su casa los domingos. Los famosos tejos mordían la línea, una cuerda tensa sobre la tierra de un cajón que la enmarcaba. Todo era cuestión de pulso, cálculo, un lanzamiento tenía que ser casi perfecto. Había alegría y camaradería en ese juego de destreza que una exclamación compartida premiaba los mejores puntos.

Viñales sonrió cuando lo reconoció. No se estrecharon las manos, ni un abrazo, o un saludo digno de un encuentro. - Hola, se dijeron, casi al unísono. -Qué haces, a qué te dedicas, adelantó Denver, como explorando, más bien un tanteo. -Trabajo en la morgue, respondió de inmediato Viñales, sin ninguna clase de rodeos. -0ye cómo está eso por allí?, indagó, una pregunta que parecía estúpida, pero tenía mucho sentido. Se podría haber esperado una salida con algo de sarcasmo, como era habitual en ese tipo de conversaciones, pero ahora la situación era  diferente.-Dijo, está llena, simplemente, no caben los cadáveres que siguen llegando.

Un diálogo tan breve, como informal, resumía la tragedia de la primavera de septiembre. Se despidieron como viejos amigos, con un gesto no más allá de una expresión  que  incluía los ojos y las cejas.

Atravesaron la  calle como dos desconocidos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Viñales ...esos tipos que son testigos oculares de ciertas tragedias. Cumplen su función con pragmatismo. Me gustó el relato, estos encuentros con otros efímeros pero intensos. Vacas empujadas al matadero. Todo un detalle de época.