II
La avenida parecía más
extensa de lo que ya era y esos son muchos kilómetros. Detenido informalmente
para cruzar en un punto céntrico y crítico de congestionamiento vehicular.
Pensando en nada y en todo, lo que no es poco, al mismo tiempo, pero lo suficientemente
confuso, para no estar en el lugar. Una manera de pensar sin pensar, de ver
sin ver, un enorme espacio para la anarquía de las ideas que se atropellan y
enredan. Probablemente una buena parte de la población tropezaba, por esos
días, con sus propios pies y las ideas fluían a borbotones o se apagaban en una especie
de circuito cerrado, no llegaban a expresarse con naturalidad. Nunca fuimos más
insulares que en aquellos días, la pobre capitanía que nacía en el desolado
desierto y rompía en los glaciales infinitos, una patria sangrientamente
poética, casi desdibujada entre el océano y la montaña, arrinconada por el
olvido, abismalmente telúrica.
Dejamos de soñar, de
tener memoria, esperanza en un futuro. Nos convertimos en una manada empujada al matadero. Recuerdo las calles
empedradas, vacas y toros, bufando, orinándose, mugiendo, repartiendo las
últimas heces camino a la muerte. De seguro sabían lo que les esperaba,
intuición, sensibilidad animal.
El semáforo estaba
alejado, el cruce, era difícil atravesar sin arriesgar más de algo. De pronto
Denver gira la cabeza hacia el costado izquierdo de su cuerpo y ve un rostro
que se encuentra con sus ojos. A pesar que su ruta mental divagaba, hacía un
inútil recorrido por los días sulfatados, reconoció a Juan Viñales un viejo
conocido el barrio, con quien jugaba con
un grupo de amigos a la rayuela, frente a su casa los domingos. Los famosos
tejos mordían la línea, una cuerda tensa sobre la tierra de un cajón que la
enmarcaba. Todo era cuestión de pulso, cálculo, un lanzamiento tenía que ser
casi perfecto. Había alegría y camaradería en ese juego de destreza que una
exclamación compartida premiaba los mejores puntos.
Viñales sonrió cuando
lo reconoció. No se estrecharon las manos, ni un abrazo, o un saludo digno de
un encuentro. - Hola, se dijeron, casi al unísono. -Qué haces, a qué te dedicas,
adelantó Denver, como explorando, más bien un tanteo. -Trabajo en la morgue,
respondió de inmediato Viñales, sin ninguna clase de rodeos. -0ye cómo está eso
por allí?, indagó, una pregunta que parecía estúpida, pero tenía mucho sentido.
Se podría haber esperado una salida con algo de sarcasmo, como era habitual en
ese tipo de conversaciones, pero ahora la situación era diferente.-Dijo, está llena, simplemente, no
caben los cadáveres que siguen llegando.
Un diálogo tan breve,
como informal, resumía la tragedia de la primavera de septiembre. Se
despidieron como viejos amigos, con un gesto no más allá de una expresión que
incluía los ojos y las cejas.
Atravesaron la calle como dos desconocidos.
1 comentario:
Viñales ...esos tipos que son testigos oculares de ciertas tragedias. Cumplen su función con pragmatismo. Me gustó el relato, estos encuentros con otros efímeros pero intensos. Vacas empujadas al matadero. Todo un detalle de época.
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