VERANO, ARDIENTE VERANO
En marzo la ciudad es una piel ardiente, pegada a otra piel. El día quema, un sol de pies a cabeza se instala en el alma. Fósforo, chispa, flama titilante, marzo raja el aire, cuartea el tiempo, se detiene lo que no sopla. En la vasta mañana bajo un cielo azul, improviso mi ruta, una marcha solitaria hacia el corazón húmedo de la ciudad. El sol cae abrazado, abrazador, abrazante, calienta, se siente el plomo derretido. (Mi memoria es Atacama, la infinita ruta de asfalto entre los cerros de colores que enmarcan el desierto).
Y la máquina de cuatro llantas se duerme en la siesta del sol, la somnolencia de mi palabra. El sol somete a la noche y desde el día acumula energía en los estacionamientos, entre los edificios, donde el vacío atrapado por el cemento impide las corrientes de aire y resopla un tufo ardiente, denso, acuoso.
El trópico recobra el sol en la cargada noche, camino al amanecer. Lo veo sobre la ventana en el primer reflejo, la luz oblicua de los instantes del alba entra dorada en el reflejo y el cuarto levita en el destello.
El sol es un rey de verdad en el trópico y en marzo reafirma su cetro. El amarillo cubre la grama de los parques y de los sobrevivientes jardines durante el verano. Marzo confirma ese paisaje agreste. Es un paisaje enmarcado por el mar y la selva, ambos parecieran refrescar con sus grandes lomos de agua y tupida vegetación.
La ciudad respira con nosotros el sudor de marzo, el tiempo de un sol soberano, lengua dorada en El Dorado, atravieso el Mall en ampliación, el cemento absorbe y exhala, como un búfalo herido resopla bajo los pies del asfalto detenido, expandiéndose, blando, calcinado.
La ciudad es una estampa del infierno. El peatón no existe. Las paradas de buses reflejan los cuerpos de quienes esperan el transporte. Los automóviles, dueños de las avenidas, forman parte de la inmensa soledad de la ciudad. Una masa metálica hirviendo ocupa como una inmensa mancha lo más visible de la ciudad. El infeliz peatón camina sobre un pequeño margen de cemento, equilibra allí su precaria humanidad de carne y hueso. La ciudad le pertenece al motor, a la máquina que transporta el cuerpo, su aceite, agua, sangre, huesos, itinerario, la ruta del día a día. Deja ver al conductor por el vidrio del parabrisas y los retrovisores que comparten el vértigo mudo de la espalda. La máquina expone su carrocería, el orgullo de sus líneas, la impronta de su lata flamante y su pintura adivinada por los sentidos, acariciada por una táctil memoria.
Es la calle y no cambiará. Empeora el tráfico ante un semáforo o frente a un policía, aún peor, porque ignora el tiempo, el juego y los pasos de la electrónica.
Prefiero dejar caer el cuerpo en la tarde sobre un sofá, frente a una ventana que trae la brisa del bosque, el viento suave que aún conserva el verano y sentir tu mejilla que va y viene, más tibia que el tiempo. La tarde trae y se desprende en las hojas muertas. El patio se alfombra amarillo y la memoria hace posible mis viejos otoños reales.Es en el atardecer cuando como chocolates rellenos de almendra. Ahora sé que el verano aún permanecerá por un tiempo más. Rolando Gabrielli©2006
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