Un icono nunca se pierde en la sombra de los tiempos. Y si tuvimos la suerte de compartir una època con èl y su mundo, como ocurriò con Federico Fellini y su fetiche cinematogràfico, Marcello Mastroiani, estamos hablando de un presente recurrente, el trabajo màs selectivo y grato de la memoria. 90 años tendrìa FF si estuviera fìsicamente con nosotros, pero, por alguna razòn inconfesable, un amante de la vida, como lo fue, encontrò una excusa y decidiò abandonar el escenario.
Nunca olvidarè mi inicio felliniano prematuro, cuando era un niño, con La Strada, La Calle, filme que vi varias veces en un cine de barrio y se incorporò en mi imaginario sin comprender del todo la trascendencia de su mensaje, pero me quedò para siempre una sensaciòn de desamparo. Era la naciente fuerza de la poesìa, ese ejercicio tenaz de la vida que se ve y no se ve, se siente y permanece con la intensidad de su silencio. El escenario callejero, el espectàculo circense al que todos estamos expuestos y somos un poco actores sin que nos percatemos.
La Dolce Vita, Satiricòn, Julieta de los espìsritus, Fellini 8 1/2, Amarcord, creo que me enseñarìan a oler el cine, degustarlo, abrirle todos los sentidos y a divertirme como si conociera los personajes. Compartir algo màs que el telòn. La vida ingresaba casi con descuido, pero aomaba inèdita, con imaginaciòn, retocaba el vacìo con humor, pulsaba la realidad sin màs elocuencia que su propio color.
Fellini nos habìa acostumbrado a ver, sentir, vivir, el hombre dentro del hombre.
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