jueves, noviembre 17, 2011

El insuperable Gordo de Carver



La escritura de Raymond Carver, icono norteamericano del cuento corto (comencemos por un clisé), no la discuten muchos, a pesar de las correcciones, ediciones, tratamientos de lenguaje y nuevas versiones de su Editor Gordon Lish. Menos me importan aún las intervenciones de su segunda esposa, la poeta Tess Callagher. Postmorten no saben que hacer con los textos, la prosa o literatura del muerto Inmortal.  Es muy probable todo, en la vida real como en la ficciòn. Por ello los estudiosos de su obra han dado sus opiniones. Dicen de  varios finales y descripciones a cuenta de Tess, otras cirugìas de Gordon. Carver fue un "minimalista", pero afortunadamente no desapareciò con tantos cortes, tijeretazos, cirugías.  Cerremos este tema con lo que  dijo el inefable Roberto Bolaño:  quizás el mejor cuentista de su siglo junto a Chejov. Este no es el caso de esta nota. Lo mìo es  el cuento del Gordo.
El insomnio no sueña ni tiene sueños. Extiende la luz aparente en medio de la oscuridad. Viaja por el cuarto con sus zapatillas de equilibrista. A veces esquìa de memoria en la nieve. Siempre, una ventana pareciera ver por nosotros lo que hay al otro lado. Es un viaje sin guìa. El insomnio siempre tiene los ojos abiertos. Siente como si viviera su propio infinito. El mismo sopla el viento de las palabras: "déjame correr". Es un viejo inagotable maratonista.
La noche cae con una tormenta eléctrica y agua para convertir en un oasis el desierto del Sahara. No hay ningún reloj a mano y no tendrìa sentido ir contra las manecillas del reloj. La mano se conecta con la làmpara y luego con un libro de sugerentes tapas suaves que ya habìa tanteado otras veces en la duermevela. En la portada, la misma mujer vestida de rojo con su magnífico sombrero, a la espera que el verano  le abrace con ese cielo azul rotundo. El título lo supero, lo he leìdo tantas veces sin proponèrmelo y su autor RC, calumniado o no, puesto en el banquillo de los tijereteados por sus allegados que tanto le amaron.
Ya en mis mano,s  lo primero que me viene a la memoria es dónde lo comprè y me veo ante unos anaqueles de una Feria  del Libro separando lomos y preparándome para leer en algùn momento. Queda atràs el escenario pasado y  abro la primera pàgina en blanco, la segunda, el título, la tercera un título màs grande, una cuarta con  la dedicatoria y se abre el libro con el cuento del Gordo. Sì ese es el título. No es invento mìo o la utilizaciòn de un nombre peyorativo.
Es casi la mano de un nàufrago en medio de un mar de letras y aparece el Gordo, por este arte de magia del sueño volado, la luz de la tiniebla evaporada en los hilos de la noche caminantes de un puente infinito, insuperable que se extiende hasta el amanecer. Cuando comienzo y termino el relato, son las mismas cinco páginas y nueve lìneas. El relato no crece ni disminuye. Un aire tibio se desliza por el cuarto, la ligereza del espacio se acomoda asimisma, nada determina, y espera que la lectura se inicie como cada noche. Pareciera que el autor o el mismo Gordo, fueran los màs interesados de retomar la lectura circular. No sabrìa que decir de cuanto es cierto o mentira, o un engaño que  el mismo insomnio agita como un viento gris a la medida de un cuarto que no ofrece defensa alguna por ninguno de sus flancos. Así ha podido atrincherarse la palabra cada noche. He tenido el cuidado de no escribir ninguna palabra en el lugar de los hechos. Los escenarios repetidos tienden a confundir a los lectores, no asì un relato que se supera asimismo cada noche.
Ha pasado en la historia de la literatura sin duda. El personaje se revela. Tiene tal cantidad de recursos que puede llegar a desaparecer de tu vista y páginas. Es quien mejor se conoce y valoriza su importancia. Esto es totalmente distinto. Había tomado precauciones desde un principio. Inclusive lo dije. No escribo desde el lugar del escenario. Los gordos son sentimentales, ni los màs queridos ni aceptados. La discriminación tiene más ingredientes que una ensalada rusa.
Esa masa nunca pasa desapercibida, impone su volumen, aún en su ausencia. A uno pareciera quedarse mirándole la superficie deshabitada. Es más bien un reflejo del silencio que  preside su espacio. El Gordo implanta su imagen invasiva en el monitor y teclea con mis dedos. El insomnio se asegura de no perder de vista sus mínimos movimientos que son máximos en cualquier circunstancia por simple que esta sea.
Sentarse es una actividad, por ejemplo, común y corriente, pero un gordo la convierte en una puesta en escena y se siente desafiado por el espacio que ocupa de una manera absoluta e incontestable. No sobra lugar  después que se cierra el espacio del gordo. Todo lo demás sobra por ausencia o presencia olvidada.
Es un gesto automático montado en el insominio, como he dicho, y me sorprendo del minimalismo cuando Carver dice en la sexta línea al iniciar el relato: Este gordo es la persona más gorda que he visto en mi vida, aunque tiene aspecto pulcro y viste con elegancia. Todo en él, el Gordo, es grande, pero la camarera que le atiende un aburrido día miércoles, se detiene en sus dedos. Dedos gruesos, largos, de aspecto cremoso, describe, como si se tratara de un plato de espárragos suculentos de una variedad más gruesa. Todo esto me lo leo y pienso en estas noches largas como  un hilo oscuro que asemeja un punto suspendido en ninguna parte.
He dejado pasar lo que queda de madrugada y una parte de la mañana y el libro ha caído al borde de la cama, en ese pequeño precipio de las sábanas que no terminan de ordenarse y parecen encrispada como un mar amarillo que Van Gogh, que probablemente nunca pintó. El Gordo ha quedado encerrado en sus  reducidas páginas. No dará señales de vida, al menos, durante el día.
Es el brazo izquierdo, que como una articulación robótica separa el libro de Carver y el imán  de  su mano se apodera de las páginas. Será, pregunto, la extraordinaria disponibilidad de Carver o la imposición de un  Gordo gentil, amable, la que me aproxima una y otra vez al volumen. La noche cae en picada y la  veo a través de una llovizna tenaz.
La camarera describe al  Gordo una y otra vez con una amabilidad casi cómplice, la cadencia  de sus prácticamente  profesionales movivimentos,  naturales, surgidos de la perfección y la amabilidad. Quizás me esté desviando por  el monologante insomnio, pero las páginas, estoy casi seguro, no mienten. El plural que utiliza el  Gordo al expresarse, a mí me resulta una evaporación de el mismo, como si ya no estuviera solo o si todos de alguna manera le acompañáramos en su cena. Aunque la camarera cuando cuenta el cuento del Gordo a su amiga Rita, le dice que era Gordo de verdad. Para ella no hay equívocos de la dimensión física del personaje. En ningún momento tiene dudas. Y estamos de acuerdo, cuando dice, tiene esa forma de hablar extraña. No la define, pero la entiendo, y más que agrega un resoplido, como si fuera un punto o un paréntesis. Estamos listos para pedir dice. Lo involucra a uno, como que lo sentara a la mesa como si levantara una pluma cualquiera de sus palabras.
La ensalada Cesar, que es una de mis favoritas cuando estoy trabajando como esclavo en la oficina, es una petición casi modesta para comenzar. Y viene una sopa, más pan con mantequilla, y pide con toda la humildad del caso unas chuletas de cordero, papas asadas con nata agria. Luego veremos el postre, dice, y usa ese sublime plural que me ha acompañado todos estos días. Y duermo esa noche con la incógnita del postre. Gordo master, me digo y apago la luz.
La camarera seguía impresionada con los dedos del Gordo. Uno se los llega a imaginar sobre la mesa.  Unos verdaderos tentáculos que él seguramente usaba para golosear más de una cosa a la vez. La perfomance de la comida está  por comenzar. La ensalada  Cesar preparada  in situ, con el arte  y visión de los alimentos a ojos vista, deslumbra al lector y al Gordo, en primer lugar, que no pierde ningún movimiento mío, dice la camarera. Los sigue con la mirada, para ser precisos. No solo observa, sino va participando  al untar trozos de pan con mantequilla y al mismo tiempo  soltando resoplidos. Acumula  el pan  alrededor de la ensalada. Se va preparando entre resoplidos. La camarera va y viene, se le derrama agua sobre la mesa, y el Gordo no se inmuta, pero ya se ha comido el pan con mantequilla y trae más la camarera. Viene más pan y ya no está la ensalada. El pan está delicioso, buenísimo, y no lo decimos por decir, completa con su magnífico  plural. No tenemos ocasión de comer panes como éste, dice. La camarera intrigada al parecer con su cliente, me imagino la majestuosidad de ese ser apasionado y gentil al extremo. La camarera pareciera dsifrutarlo y asi se lo sugieren en la cocina. Más de alguna pregunta por la bola de sebo. Es lo corriente. Hace bien Carver en recoger la verdadera atmósfera y no sólo hacernos disfrutar de este relato como si estuviéramos ante un caballero medieval amable y distinguido con su armadura  para un enfrentar algún dragón o un combate de honor.
La camarera, nos quita la pregunta de la boca, de dónde será este personaje. Y la respuesta es, de Denver.
La imaginación quien en el aire vuela y estaciona alas rotas en el viejo hangar de la poesía. Pasa el tiempo con su sombra canalla. Alguien resuelve un puzzle en la memoria de un inmigrante. Rosas rojas celebración en unas manos locas. Denver, un puente que en la niebla asoma.
El Gordo es la pieza maestra del ajedréz de la palabra. Èl sigue comiendo en el restaurante de Carver. No sabemos el lugar. No importa el espacio. Èl impone donde esté el lugar. En la noche de la lectura, llueve, llueve y el tejado de zinc se siente como si le clavaran agujas sobre una almohadilla.  Es noviembre. La lluvia va y viene como la mesera casi sin tiempo. Sorprende su oficio y voluntad. La destreza de las nubes para coordinar la lluvia en tantas partes de la ciudad al mismo tiempo. Se siente por momentos un paréntesis del agua y la soledad.
El diálogo entre la camarera y el Gordo animan la noche. Estamos en un ménage a trois. A ella le gusta que el Gordo disfrute. "Supongo que podríamos llamarlo disfrutar. Y resopla. Se pone la servilleta. Y mientras uno de la cocina insiste qué Gordo es, la camarera  le dice que no puede evitarlo. Otra cestita de pan. Ha tomado una sopita y estima que parece que hace calor en el lugar. La camarera le dice que  proceda y se quite el saco. Él permanece inmutable. Resiste en su estilo. Y se ha quedado solo comiendo, ya no hay clientes. La mesera se esmera con el plato de fondo, lo adorna con carño de nata agria abundante y bacon, entre otras cosas. El Gordo agradece entre resoplidos.  Y se acerca el postre. Un clásico de la casa.
Se trata del Especial Farol Verde. Un título ficcionante e inocente. Irradia el deslumbrante destello de una callecita porteña. Bizcocho con crema o tarta de queso o helado de vainilla o sorbete de piña. Ante esos fenomenales enunciados, el Gordo, un ángel, pregunta si no le estaremos  retrasando y de paso resopla  preocupado. Y habla de sinceridad, cuando la camarera le ha dicho  que no hay ningún problema en atenderle,  y confiesa que le apetece el Especial, al que suma un helado de vainilla  "con un toque de chocolate líquido". Debe estar flotando la mesa entre la vainilla suave y el chocolate líquido, y la cadencia en la conversación cotidiana, respetuosa, entre el Gordo y la camarera, cuyo marido ironiza desde el interior de la cocina o más bien repite el mensaje de otro: tienes un Gordo de circo en la mesa, ¿es cierto?, pregunta.
Equilibro mi cuerda floja en el claroscuro de El Sótano, ya nadie comparte el sitio, como los parroquianos del restaurante escogido por  Carver para trazarnos un perfil deslumbrante, silencioso, delicioso de este Gordo único que ignora que se teje a trastienda, donde el esposo de la camarera juega con esta magnífica relación entre su esposa y el cliente: "me estoy poniendo celoso", ironiza. Ella lo define como a un Gordo, no le ve  otra dimensiòn a las palabras de su esposo, y  le termina de servir el postre. No sabemos los lectores  el nombre de la ciudad, el Estado, el lugar, que es  definitivamente cualquiera y no lo es. Ahí se da este simple escenario. Un conjunto de situaciones que viajan en un  mismo ascensor, pero con distintos compartimentos, y no todos los pasajeros suelen bajarse en el mismo piso.
El Gordo  sigue agradeciendo todo lo que llega a su mesa bajo su peticiòn y una cuarta màs y se justifica: lo crea o no, dice, no siempre hemos comido así. Se siente grato y seguramente doblemente agradecido, correspondido en el lugar. Comienzo a imaginar su rostro,  casi  la gratitud del pecado, sostenido en el gesto voluntario de la aceptación. A la camarera, en cambio, le gustaría ganar peso. Por màs que como, dice, no logro engordar.
Nosotros, si pudièramos elegir, diríamos no, responde el Gordo, pero no hay elección, precisa.  Con la fuerza del realismo que asumen los actos màs allà de la retórica, sigue comiendo. Y van quedando las últimas sensaciones, en reemplazo de los inexistentes restos de colilla. El Gordo ha concluido con satisfacciòn el rito de su cena. No ha dado un resoplido en falso. La camarera y su esposo abandonan el restaurante, poco después que el Gordo se retira. En casa, ella  se ducha y al tocarse el estómago piensa si tuviera niños y uno tan gordo como ese. El esposo le comenta que conoció dos gorditos. Uno de ellos le llamaban Wobbly (bamboleante). La camarera no tiene mas que decir, cuenta a su amiga Rita, a quien relata esta historia en la propia casa de su amiga. "Me meto a la cama y me aparto hasta el borde  y me pngo boca abajo". Pero apenas apaga la luz, su marido empieza. "Es contra mi voluntad", advierte.
Prefiero las palabras de Carver, pienso que el sabe lo que dice y prosigo: "cuando lo tengo encima, de pronto me siento gorda, señala la  camarera a su amiga. Tan gorda, agrega, que el esposo se transforma en alguien diminuto que apenas siente encima.
Rita, en mi opinión,  la de Carver y de su personaje  que nos cuenta  el cuento, no entiende mucho esta gran metáfora que podría competir con el  ancho y alto del propio personaje central.
La camarera está deprimida. Ella lo dice. No supongo nada. Son los tramos finales del relato. Uno siempre espera algo. El Gordo no es el plato de fondo de este cuento. Presiento, digo. Carver nos da un dato aparentemente ingenuo como el mes de agosto. Es un tiempo que comienza a definir el término  de una estación deslumbrante,  como es el verano. Una transiciòn, quizás. La camarera define de una manera  contundente todo este rollo, donde incluye a su esposo, me parece. "Mi vida va a cambiar. Lo presiento", concluye, alentándonos a continuar prendidos en su atmósfera de un  futuro distinto, que ella nos anuncia. Una bocanada de esperanza, sin duda.


6 comentarios:

Anónimo dijo...

Volviendo a carver tiene la capacidad de contarte una historia desde la cotidianìa, en una situaciòn donde aparentemente no habrìa nada por contar por exceso de trivialidad, de allì saca jugo, de la nada, eso es un verdadero talento. Utiliza un lenguaje de sìntesis pero lo siento interactivo, al no cerrar propone que el lector trabaje. No hace mucho leì de èl un cuento "la caja", era sobre una mudanza, realista aboslutamente y literario. Cirujìa fina..

Anónimo dijo...

Me gustò este texto, ademàs a Carver lo he leìdo bastante, me gusta como se despoja de los elementos sobrantes y queda la càmara fija en lo esencial, en estos personajes como la camarera observadora por ejemplo, es el anti-barroco, no le teme al vacìo, avanza, abre , no cierra el relato, sugiere.
Y el plato del postre: el gordo de Denver!!!!!!

Anónimo dijo...

Tomo tu frase: "Yo sigo adelante mi camino", asì es. Lo que escribiste de Carver està bueno porque es como un relato sobre un relato, lo vas re-escribiendo.
Y por lo que veo vienen màs cosas.

Anónimo dijo...

Quedò la versiòn completa de Carver, el Gordo y la camarera y Denver

Anónimo dijo...

Cuàntas cosas se pueden leer en este re-relato del gordo de Carver. Pensaba mientras lo leìa muchas cosas, por ejemplo que lo que entra al lector entra por la palabra, porque ese menù se vende travès de palabras que producen goce. Porque el "gordo" es un gozador, no tiene bordes precisos en el espacio, no hay lìmites en lo que va aceptando.
Luego hay dos vouyeres que gozan del que goza, y una gran identificaciòn de la camarera con este personaje màs su amiga Rita. En ese "aburrido dìa mièrcoles" el gordo marca el cambio, lo diferente, lo que desborda. El gordo se comiò hasta los clientes, estos empezaron a desaparecer del lugar y queda solo comiendo. Es un gran banquete pero la camarera es un personaje adinàmico, de rutina, que lo que "da" o sirve es recibido de maravillas por este cliente.
Compensaciones de esta camarera en ese aburrido dìa mièrcoles.
Un esposo que se sube encima de su espacio extremado hacia un borde.
Casi el mismo goce de la primera etapa que describe Lacan cuando habla de Madre fàlica/hijo narcisista, ese niño que no para de gozar con el pecho materno en su vida incipiente recièn salido del vientre, una madre que le da el alimento y cuesta hacer un borde en ese espacio de los cuerpos que son dos, pero se sienten uno.
No por casualidad la obesidad està emparentada con lo materno, con esa cuchara que se mete para "llenar" y no para alimentar a medias, dejando un espacio para poder pedir luego. No por casualidad la camarera se imagina en la ducha , con su vientre llevando un niño gordo asì.
y un hombre que corta el goce, subiendose encima.

Anónimo dijo...

Muy lindo el re relato de Carver, el minimalismo atrapa porque uno se identifica con lo cotidiano pero se dice mucho màs sin decir aboslutamente nada, y ahì està la genialidad. Se prescinde del lenguaje barroco, repleto, desbordante, pero se va a la sìntesis, es como el haiku , son los bonsai del lenguaje