Las ciudades nunca son las
mismas. Tienen su propio lenguaje y máscaras para cada circunstancia.
Su rostro depende de quien lo vea y como lo observe. Es un ritual urbano que
aceptamos tácitamente sin darnos cuenta, porque esta época se caracteriza,
entre otras cosas, por no tener tiempo, para admirar y vivir la belleza que nos
rodea. La ciudad es un gran teatro y como en los tiempos de Atenas, la Grecia
antigua, se requiere de una máscara para entrar en la escena, formar
parte de la escenografía, manejarse con el lenguaje y maquillaje
adecuado.
El silencio, la mudez, la
ausencia, indiferencia, también forman parte de la tramoya. La atmósfera
citadina es una puerta abierta a infinitos mundos y a través de cada ventana se
suceden los cambiantes paisajes cada
día.
Las ciudades que
visitamos, habitamos de por vida, de paso o compartimos con la
memoria, no siempre son las mismas, y no solo por el transcurso
inevitable del tiempo, sino porque el tejido urbano crece
en un verdadero caleidoscopio, se multiplica, y cada experiencia es
intransferible.
Las ciudades
llevan su propia vida, sus calles, edificios emblemáticos, salas de
espectáculos, parques, teatros, mall, universidades, barrios,
estadios, espacios públicos, bares, iglesias, librerías, plazas,
centros culturales, de todo lo que están hechas, adolecen, necesitan, inclusive
su decadencia, ruinas, abandono, encanto y fealdad. Tienen tanto de nosotros
mismos que las construimos sin darnos cuenta y llegamos a formar parte de su
pasado, sin dejar de ser su vivo
presente intransferible.
Las ciudades son tan humanas,
que algo o mucho de ellas se nos parece, al menos el reflejo de su
espíritu, su mirada alegre, triste, lunática, extremadamente neurótica,
clasista, viciosa, poética, deslumbrante y pobre, porque ella recoge lo mejor y
peor de nosotros mismos.
Las ciudades son nuestro
propio espejo, nos recuerdan que somos su rostro, nos invitan a mirarnos en él
y con la benevolencia, paciencia quizás de una madre protectora, reclama un
cambio de actitud para hacer más grata, posible la vida humana entre sus paredes,
que ellas no construyeron.
Las ciudades son un organismo
vivo, espacios vibrantes, viven, se enferman y mueren como los
cuerpos humanos, se proyectan, desarrollan, luchan por nuevos y
mejores espacios, se sienten bellas, útiles, absolutamente necesarias para la
vida humana. Piensan, eso creo, en el porvenir y que no fueron inventadas para
colapsar, desaparecer, sino hacernos más vivible la vida. A mí, en lo personal,
permítanme una opinión, me gustan porque son una mezcla de tantas
cosas, muchas de ellas, indefinibles, contradictorias. Son algo ingenuas,
volátiles, siempre sorprendentes, y en sus calles, espacios públicos, paisaje
urbano que nos marca un límite, y a pesar de ello, seguimos soñando.
Las ciudades son nuestro ejercicio diario de vida, relaciones humanas, sociales, laborales, convivencia, pesadilla para conseguir una vivienda, transportarnos, contar con lo mínimo para sobre-vivir, y desde luego, alcanzar la felicidad de acuerdo con nuestros valores, gustos, inquietudes, metas y posibilidades. La ciudad es el escenario donde desarrollamos en gran parte nuestra existencia, es el tablero de ajedrez de cada día, sobre él nos desplazamos, cada jugador mueve sus piezas, los peones suelen sacrificarse por proteger al rey, hay alfiles incisivos, torres vigías, caballos en movimiento, una reina poderosa y codiciada. Es un gran juego, pero en un escenario real. Las ciudades son imágenes de una misma imagen.
2 comentarios:
De todos los símiles que utilizas me quedo con el de "espejo". La ciudad es un espejo que refleja, de la manera más prístina, la psiquis del colectivo. Buena entrada señor poeta.
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